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El riesgo de jugar con Talco

COMENTARIO

Por: Lázaro J. González González

fotos: Manolo Garriga


Hace cuatro años, el binomio Carlos Celdrán- Abel González Melo puso patas arriba la escena habanera con el estreno de Chamaco. Ahora, vuelven a alterar el panorama de las tablas con el estreno en Cuba de Talco, última pieza de la trilogía Fugas de invierno, donde vuelven al tema de la marginalidad en espacios poblados por una serie de personajes nocturnos, desconocidos a veces, pero típicos de la sociedad cubana contemporánea.

Con el texto de la obra original, González Melo ganó el Primer Premio Cubano-Alemán de piezas teatrales en 2009 y la Beca de Estudio del Teatro Máximo Gorki, certamen convocado por la Casa Editorial Tablas-Alarcos y la prestigiosa institución escénica alemana. Poco después, el 16 de marzo de 2010, fue estrenada por Carlos Sarraín en Miami, donde la sala de Teatro El Abanico resultó insuficiente para el público asistente.

En Talco, González Melo retoma las obsesiones de Chamaco y Nevada: la sexualidad descarnada, la corrupción, la migración, la homosexualidad… A estos temas ya recurridos se le adiciona las drogas, como eje del discurso dramático y desencadenador de la tragedia.

Cuatro son los personajes ahora, pero bastan para desencadenar el caos, la explosión demoledora para todos. Un agónico cine habanero (El Mégano) les sirve de guarida. Es allí donde transcurre la trama. Dentro de la sala, todos los pecadores tienen su espacio: Javi (El Ruso) es administrador del cine, traficante y proxeneta; el travesti Máshenka, la Dura, trabaja como acomodador, participa en el negocio e intenta esconder su paternidad; Zuleidy (La Guanty), es arquitecta, pero se prostituye para poder estar en La Habana; y Álvaro (El Cherna), es drogadicto y homosexual.

Se mueven entre mentiras, traiciones. Actúan de modos impredecibles, chocan entre sí. Sin embargo, los personajes de Talco no advierten el pesimismo. Sus protagonistas, en la lucha por sobrevivir, logran empatía con el público, exponen situaciones en las que cualquiera puede verse alguna vez porque consiguen romper los convenios de la ficción y transfigurarse en seres reales, creíbles, con los cuales uno pudiera cruzarse en la calle o tropezar dentro de la sala cinematográfica; y, pese a su degradación moral, no alcanzan el distanciamiento absoluto.

El realismo sucio en que milita la puesta no deviene tampoco en una limitante, sino es el modo ideal de reflejar una realidad para nada limpia o apacible. Sus escenas de agudas confrontaciones sexuales u osadamente violentas (ya sea de forma física o verbal), no llegan a lo grotesco; son pertinentes para la denuncia social que plantea el dramaturgo. Y resulta también muy acertado su tono tragicómico, capaz de conferirle un fluir desenfadado, pletórico de humor aunque detrás de la risa siempre venga una reflexión dolorosa, un cuestionamiento de nuestros principios o posibles reacciones ante un hecho determinado. Toda la peripecia dramática de esos seres recuerda al arte circense por los movimientos rápidos y las abundantes situaciones hilarantes; pero nunca olvidamos estar ante una tragedia y el desenlace lo reafirma.

La estructura narrativa constituye otro punto a favor. Al igual que en las obras anteriores de Fugas de Invierno, González Melo se vale de los episodios y la retrospección, (apoyada inteligentemente en la puesta de Celdrán mediante anuncios proyectados de las rupturas temporales) para manipular deliberadamente al espectador y ubica los nudos dramáticos a su antojo para hacer más impredecible el final; aunque, antes de ocurrir el derrumbe, se intuye que todos están condenados a la muerte o, al menos, a la agonía eterna, pues desde el principio se enfatiza el tambaleo, la inestabilidad del inmueble, de los personajes y de la sociedad.

Desde el punto de vista conceptual, Melo establece no sólo el símbolo del desplome final como metáfora del desastre individual y macro social. Dejando atrás el texto, a la puesta de Carlos Celdrán debe reconocérsele, en primer lugar, el ingenioso diseño teatral. La escenografía de Alain Ortiz toma conciencia del carácter convencional del teatro y queda despojada de todo elemento innecesario, logrando así un conjunto sobrio, donde el símbolo es más importante que la propia imagen. Todo el espacio escénico se reduce a un muro metálico con una puerta. Este representa al cine y cambia varias veces su fisonomía, sorprendiendo al espectador por la rapidez con la cual aparece, a través de la puerta abierta: un telón del vestíbulo de El Mégano, el baño con su inodoro, una habitación con mesa, o un largo pasillo perpendicular que pudiera ser la platea. Además, para aumentar el asombro, asoma en la pared un teléfono dentro de una ventanilla. Esa construcción funcional permite, no sólo el mejor movimiento de los actores, sino también, que estos estén muy cerca del público y logren así una mayor compenetración con la trama (algo muy necesario para este tipo de teatro que va a los detalles).

Por otra parte, esa excelente disposición escénica es reforzada por las absolutamente oportunas luces de Manolo Garriga, capaces de matizar cada uno de los estados o procesos de la obra, de sugerir poéticamente y resaltar lo más significativo, como en una escena sexual de dos personajes, donde todo se percibe por la ventanilla iluminada de la puerta. A la banda sonora y la música, diseñada por Denis Peralta, tampoco le falta calidad y cumple su objetivo de situarnos desde la propia entrada al teatro, cuando Máshenka- ahogada por el tedio de lo marginal- mira por la ventana, mientras se escucha el sonido ambiente, y luego gana expresividad con el sonido de las goteras o en el polisémico derrumbamiento.

En cuanto a las actuaciones no hay términos medios; el director de Argos Teatro reafirma otra vez su buen gusto para escoger actores y la eficacia con que explota sus posibilidades histriónicas. El reducido reparto actúa como un todo orgánico, no existe desbalance alguno entre ellos. Waldo Franco encarna a Máshenka con toda la ironía, el cinismo y la comicidad necesarios al personaje; logra travestir el cuerpo y las acciones con notable soltura, para mostrar a un ser miserable, despiadado por momentos, pero que es el alma de El Mégano. Mientras, José Luís Hidalgo- el Miguel Hernández de Reino Dividido- muestra la adicción lastimera de El Cherna y maravilla en su escena final con el buen trabajo expresivo de su rostro.

Conjuntamente al excelente desempeño de los actores más experimentados, Alexander Díaz (Javi) demuestra su potencial artístico al interpretar un personaje tan voluble y establece con su antagonista La Guanty, doblada por Yuliet Cruz y Rachel Pastor, un periplo memorable desde que esta se traga la cápsula de cocaína por error. Y de Yuliet, basta decir que es una actriz de mucho carácter y nos deja la boca abierta ante la maestría con la cual adopta ese personaje tan riesgoso. Ha llegado, sin dudas a un momento de gran madurez en su carrera. Tampoco Rachel Pastor se queda atrás. Tiene la responsabilidad, además, de defender su personaje durante el resto de la temporada, así que le sobrará tiempo para enriquecerlo.

Con Talco, Argos Teatro demuestra nuevamente su alta calidad estética y la disposición explícita de abordar temas recurrentes a una realidad desapercibida, al submundo casi siempre esquivado de cualquier ciudad, siempre con la premisa de cuestionarse una y otra vez, para tocar las fibras más sensibles del público y la sociedad en su conjunto.