Ciudad de La Habana, sábado 26 de julio de 2003
La fascinación de Roberto Zucco
por Osvaldo Cano
Soy testigo de la extraña fascinación que ejerce una pieza como Roberto Zucco entre los más jóvenes. La he visto representada por sucesivas hornadas de estudiantes de actuación y he presenciado cómo, invariablemente, sucumben ante su hechizo. Entre quienes se han sentido fuertemente atraídos por la obra de Bernard-Marie Koltés se encuentra Carlos Celdrán. Este director la llevó a escena por primera vez en 1995 con el grupo Buendía y ahora vuelve a ella con las huestes de Argos Teatro. Son precisamente ellos quienes nos invitan a apreciarla en la sala del 9no piso del Teatro Nacional, donde permanecerá durante buena parte del verano.
Con Roberto Zucco, Koltés pone patas arriba la clásica noción de héroe. El autor relativiza este paradigma y revela su cara oscura. Al igual que los dramaturgos románticos nos muestra el mundo de los de abajo y —en eso los contradice— su héroe no es otra cosa que un asesino. Zucco es un transgresor. Su comportamiento anárquico es un alarido rebelde y desesperado, una manera catastróficamente elocuente de manifestar su inconformidad con el orden de cosas vigente. Junto con la trayectoria del protagonista, Koltés nos enfrenta a una sociedad decadente donde en esencia solo existen relaciones de poder.
Todo esto el autor
lo va dosificando a través de fragmentos aparentemente inconexos, pero que poco
a poco van —como las piezas de un rompecabezas— tomando forma. Es entonces que
avistamos un cosmos regido por la incomunicación, la irracionalidad, la poesía y
el caos. En otras palabras un universo desafiante y arbitrario donde los
antihéroes ocupan el lugar de los héroes y terminan labrando sus propios mitos.
Cándido y siniestro a un tiempo, Zucco —como el villano del melodrama— es no
solo quien empuja la acción sino también una suerte de agujero negro al cual
todos quieren asomarse desafiando el riesgo de ser devorados por su fuerza
salvaje.
En esta ocasión el montaje de Celdrán hizo énfasis en la relación actor-personaje. Es palpable el interés por descubrir cuáles son las motivaciones de estas criaturas, develar sus interioridades, mostrar los resortes psicológicos que determinan su comportamiento. Esto no quiere decir que descuide el espectáculo, todo lo contrario. El director consiguió en esta puesta una mayor integralidad pues si bien, por un lado, hurgó en la psiquis de los protagonistas, por el otro, construyó atmósferas, creó imágenes certeras y convincentes y logró que el espectáculo sostuviera un ritmo creciente, capaz de captar la atención de la platea.
A la creación de una imagen a la vez sórdida y cercana contribuyeron en gran medida la escenografía de Alaín Ortiz, la banda sonora de Ileana Rodríguez y Manolo Garriga, y el diseño de luces de este último. Valiéndose de paneles rodantes y descoloridos, Ortiz sugirió tanto la carcomida realidad en que están involucrados los personajes como las numerosas locaciones donde se desarrollan los acontecimientos. Economía de medios, alto nivel de sugerencia y funcionalidad, son tres de las virtudes más visibles en la labor del escenógrafo. El sonido —que utilizó fragmentos del disco Delirium Tremens, de X Alfonso— fue capaz de ubicar al espectador en el contexto, enfatizar las tensiones y subrayar las atmósferas. Por su parte las luces, pese a no contar con el equipamiento idóneo, recrearon el clima de tensión e irracionalidad reinante y apoyaron la realización de los cambios escenográficos.
Del elenco es preciso hacer notar que está integrado tanto por actores del colectivo —con cierto fogueo— como por estudiantes del ISA. Sin embargo, el nivel actoral es bastante parejo. En cuanto a las individualidades tenemos a un Caleb Casas que logra transmitir las contradicciones del personaje que encarna con vigor y credibilidad. Entre lo más sobresaliente se cuenta la labor de José Luis Hidalgo. El intérprete se desdobla en varias criaturas y encuentra los matices exactos para unas y otras. Zulema Clares le imprime fuerza y dramatismo a la Hermana. Verónica Díaz vuelve a dar muestras de profesionalidad en dos pequeños roles. Yailene Sierra transparenta el despotismo y la desesperación de una mujer convertida en objeto.
Por su parte Rachel Pastor asume con dignidad y, en ocasiones, con frescura el rol de la chiquilla. Danilo Aguilar define muy bien los diferentes personajes que interpreta. Fanny Rojas nos devuelve una imagen grotesca y conmocionada de una prostituta. Mientras que Mariana Valdés da la nota cómica y consigue, por contraste, un buen momento que trae a la memoria personajes y ambientes del bufo.
Tal y como lo hiciera en montajes como Baal o El alma buena de Se-Chuan, Carlos Celdrán recurre a la parábola y dialoga con nuestra realidad. Cosa esta que logra con un espectáculo desprovisto de artificios, en el cual cada imagen, cada texto, dan la impresión de haber sido cuidadosamente estudiados; pero aún así —o puede que precisamente por esto— atrapa y conmociona.