lunes, 17 de julio del 2000
Argos festeja a Calderón
AMADO DEL PINO
Decir que La vida es sueño llega a las tablas habaneras cuando se cumplen cuatro siglos
del nacimiento del maestro del barroco teatral en nuestra lengua, puede confundirse con rutina o apego a los aniversarios. Pero si se ha seguido la trayectoria de Argos Teatro, se tiene la certeza de que asumir a Calderón de la Barca es un reto que se asume con coherencia después del rotundo éxito de El alma buena de Se-Chuan. Para muchos, incluyendo a este crítico, el momento más alto de nuestra escena en el pasado año.
Carlos Celdrá sigue demostrando que es un director que no gusta de repetirse y que imprime un sello singular a cada uno de sus espectáculos. Si en El alma buena… abundan las brillantes composiciones y el ritmo escénico se acerca a to frenético, ahora se enfrenta al espléndido pero intrincado verbo de Calderón sin temer a los momentos de aparente quietud y dejando las soluciones ingeniosas para el momento preciso. El sentido espectacular del creador escénico se deja ver en aquellas composiciones en las que la dramaturgia lo necesita y no por hacer alarde de imaginación o desenfado a ultranza.
La puesta —que se presenta de viernes a domingo durante todo julio en el Noveno Piso del Teatro Nacional— renuncia a los objetos reales pero el primoroso vestuario y la sobriedad escenográfica trasmiten un esencial espíritu de época. Como antes con Brecht, Celdrán comienza por espetar al dramaturgo y, sin olvidarse de enfatizar los costados más cercanos al espectador de hoy, apuesta al interés del argumento y la solidez de las ideas que convienen a estas obras en clásicas. Los cortes, casi imprescindibles en las puestas actuales de algunos grandes de otros siglos, están resueltos con agudeza.
Otro mérito del montaje es poner a jóvenes actores ante el reto de un texto hondo, complejo y escrito en versos rimados, de diversa métrica y naturaleza. A la formación de nuestros teatristas le vendría muy bien que esta práctica resultase cotidiana y no excepcional. Este "bache" de formación debe haber influido en la falla de entrenamiento al decir de una parte del elenco, que contribuye al desnivel interpretativo.
Alexis Díaz de Villegas arriba con el superclásico personaje de Segismundo a un momento de temprana madurez en su sólida carrera. Se conjugan, como pocas veces en nuestra escena, gestualidad cómoda, precisa y un virtuoso dominio de los recursos vocales. Además el actor no dice ni declama su personaje, sino que lo sufre junto al espectador. En la medida en que avancen las funciones y madure el espectáculo, es de esperar que logre una más inteligente distribución de su formidable energía escénica.
Mucho contribuye al ritmo ascendente y fluido de la puesta la labor de Verónica Díaz en un Crispín cercano, pero con todos los ingredientes del gracioso del teatro del siglo de oro. Respetar a los clásicos no debe confundirse con la rigidez o la excesiva contención. Ese desencuentro lo padecen Ezequiel Verde y José Luis Hidalgo, dos intérpretes que brillaron en el anterior espectáculo de Argos Teatro. Máximo Carr se ve cómodo y ligero en el verso, pero falta gradación dramática en su Rey. Mantiene una imagen demasiado similar desde la primera hasta la última de sus escenas. Zulema Hernández, de agradable imagen escénica y sinceridad en las transiciones, repite aquí, con algo de caricatura, lo que resultaba fresco y convincente en El alma buena... Esta talentosa actriz deberá reflexionar sobre la forma en que distribuye su carisma y su singular gracia para las escenas emotivas.
Carlos Celdrán apunta a lo alto, el repertorio de su grupo va resultando sintomático del nivel y la riqueza a la que debe aspirar nuestra escena. Sin "actualizaciones" forzadas ni guiños inmaduros ha logrado que nos reencontremos con la eterna disertación poética y humana de Calderón. Hablando de lo universal, nos acerca al salto que está pidiendo a gritos el teatro cubano.