30 de abril del 2004
Pasolini o el enaltecimiento de la dignidad humana
Vivian Martínez Tabares
(Cubarte).- No es primera
vez que Argos Teatro y Carlos Celdrán se empeñan
en el montaje de un texto de autor francés contemporáneo –empeño
que abre una vía de actualización en cuanto a una rama de la dramaturgia
internacional no demasiado al día entre nosotros en la escena, como tampoco
lo está la propia. Antes fue Roberto Zucco, de Bernard Marie Koltes, memorable
puesta de 1995, aún dentro del Teatro Buendía, en la cual el sótano
de la iglesia ortodoxa griega, que ocupa el colectivo del que Celdrán
formara parte, era el ámbito ideal para las fugas del rebelde personaje
y para la dimensión marginal de su existencia. Aún recuerdo las
memorables actuaciones de Félix Antequera como Roberto Zucco, y de Orestes
Pérez Estanquero como el Viejo, en medio de la atmósfera
precaria y llena de teatralidad que alcanzaba aquel espacio alternativo.
Luego, el año pasado, con Argos Teatro, el grupo que dirige desde 1996,
Carlos remontó Roberto Zucco con un grupo de actores jóvenes y
trabajó otros resortes más ligados a una visión realista,
desde la cual se tendían puentes fecundos hacia problemáticas conocidas
por los jóvenes cubanos, que la siguieron con entusiasmo como la primera
vez, y que fue distinguida con el Premio Villanueva, como una de las mejores
puestas en escena estrenadas en Cuba durante el año 2003.
Ahora es Michel Azama el elegido, sin dudas uno de los más interesantes
dramaturgos franceses actuales, el autor de Cruzadas, Ifigenia o el pecado de
los dioses, Aztecas y Ángeles del caos, entre otras obras que hablan de
la violencia, la marginalidad social o la guerra, el autor hijo de francés
y catalana que ha vuelto con insistencia sus ojos hacia la América Latina
y ha dictado talleres de dramaturgia y sostenido un intercambio regular que se
ha visto reflejado en su obra, el hombre antiguerrerista que sigue defendiendo
una utopía y un espacio para la esperanza, que denuncia el orden del mundo
contemporáneo basado en la mentira y en la manipulación, y que
ha optado por el compromiso político, sin descartar releer el marxismo,
para hablar de lo que nos escandaliza de la realidad.
Vida y muerte de Pier Paolo Pasolini es la pieza de Azama que Celdrán
y Argos han decidido para introducirlo en Cuba. El texto, escrito en 1984 y referido
a hechos de los años 70, ha sido respetado hasta el detalle, sólo
se le han añadido algunos pasajes breves extraídos de la obra literaria
y de los diarios de Pasolini, reflexiones y confesiones que en todos los casos
refuerzan sus posiciones ante la vida, y otros de una clara intención
contextualizadora, que en boca de la narradora sirven para ubicar en tiempo y
espacio cada una de las escenas, un subrayado que resulta de la investigación
emprendida por el grupo en torno a la figura del polémico personaje histórico,
que no aparecen como parte de las muy mínimas acotaciones en la
pieza original.
La pieza es deudora del teatro documento de Weiss, con esa notable síntesis
con que se resume la esencia de una vida a través de encuentros con distintos
personajes y de la representación de alguno de los juicios a que fuera
sometido, interrumpidos por pasajes de filmaciones, en una estructura que debe
también al montaje cinematográfico y que dialoga así con
el propio lenguaje del realizador del séptimo arte que fue Pasolini. Vida
y muerte... comienza con la escena de interrogatorio a su presunto asesino, el
amoral Pelosi, y cierra con la escena del crimen, como una reconstrucción
documental minuciosa, a la que se superpone la lectura por parte del juez del
veredicto forense. Azama se borra, se funde detrás de los parlamentos
del artista que admira y con el que comparte ideas y posturas, y Pasolini aflora,
está ahí como una presencia autónoma. Al leer o escuchar
los parlamentos no sabemos muchas veces si son exactamente suyos o fruto de la
recreación del dramaturgo que lo hace centro de su obra.
La puesta de Carlos Celdrán elige un espacio amplio, abierto, despejado,
en el que un gran cuadrado de aserrín sirve para recrear la arena de la
playa, los escenarios adustos de los procesos judiciales o el apartamento de
Pasolini, con muy pocos cambios que se realizan a la vista del público.
Una narradora, vestida sobriamente de rojo, está atenta a nuestra llegada,
aguarda a que nos acomodemos e introduce la representación. Alain Ortiz
diseña tres entradas con una suerte de pasarelas truncas en posición
diagonal, una al fondo y una a cada uno de los lados, que sugieren a nivel proxémico
cierto disloque, cierta mutilación que metaforiza la imposibilidad del
artista para alcanzar una vida plena, a pesar de su enorme talento y de su vocación
liberadora, y que corporeiza las tres dimensiones de su existencia abordadas
por el texto: la política –fue activo militante del Partido Comunista
Italiano y expulsado por su condición de homosexual--, la judicial –en
veinte años fue víctima de treintitrés procesos por sus
novelas, artículos y filmes, censurados y luego reivindicados por premios
y reconocimientos tan contradictorios como los de la Oficina Católica
de Cine--, y la intelectual y privada, que revela su pasión por la creación,
la entrega al arte y a la defensa de sus ideales, el amor por la madre, el afecto
hacia el compañero elegido, la búsqueda del amor.
La aridez, o mejor, la apertura del espacio, que refuerza la luz blanca
en las escenas de enjuiciamiento y que alterna con matices para los intercambios
más
personales, propone una aproximación sin dobleces, sin máscaras
ni subterfugios al tema de la intolerancia y la segregación hacia el otro,
y la puesta en un alegato límpido por el derecho a la diferencia, que
se focaliza en un tema sensible, el del homosexualismo, no reprimido como lo
fuera en los años 70 pero tampoco entendido ni asumido por el discurso
oficial dentro de una cultura en la que sobreviven patrones machistas y, por
eso mismo, atrincherado como una suerte de guetto en el que esa condición
pasa defensiva y forzadamente a un primer plano en la proyección del individuo,
y banalizado desde posturas defensivas reduccionistas, que a la larga se vuelven
asociales. Pero el superobjetivo del montaje va más allá, enfilado
hacia la defensa de la libertad de elección humana y a la validación
de un mundo propio, no reñido ni excluyente con otras posturas sociales
e ideológicas.
Alexis Díaz de Villega encarna un Pasolini a la vez sobrio y soñador,
apasionado libertario y que se sabe condenado al sacrificio, campesino de origen
y artista cosmopolita que se ha ido refinando en un proceso de aburguesamiento.
El actor sabe matizar la contradictoriedad del artista y del ser humano, con
defectos y virtudes. Los rasgos de su sensibilidad más pura, ligada al
compromiso ideológico, se expresan en los parlamentos en que defiende
sus ideas, con expresiones que alternan la inocencia y la rebeldía, y
llegan al clímax poético en una escena de la puesta que alcanza
una dimensión casi ritual, cuando rescata el carné del partido
quemado por el antiguo camarada que viene a reprocharle su conducta inmoral y
que para excluirle, asume y cita como argumento el discurso mediático,
y luego de reafirmarse en sus convicciones –“A pesar de ustedes soy
y voy a seguir siendo comunista.”-- sepulta la tarjeta roja en la tierra
que prepara para sembrar, como una especie de acto de protección
sagrada, como un voto de esperanza germinal y redentora.
Pancho García, actor invitado de la Compañía Hubert de Blanck,
sortea bien la alternancia en la representación de la Eminencia Gris del
Gobierno, el Diputado Pagliucca, y el Psiquiatra. En la cuerda floja, a un paso
de la caricatura, sabe mantener el equilibrio en aras de una postura crítica
que desenmascara personalidades falsas –acomodadas, defensoras de una moral
cristiana y burguesa, y aferradas a las ventajas de su cargo, o con amaneramientos
que sugieren preferencias sexuales no asumidas y ocultas en el closet-- y alcanza
su mejor momento con el Fiscal de Roma, que, poderoso y seguro tras el poder
de su autoridad, no obstante parece regodearse sin querer con los vicios que
ataca, al enumerarlos con grandilocuencia ambigua, como si los saboreara, y revela
también con sutileza una cara oculta tras tanta perfección.
José Luis Hidalgo encuentra en la conducta física signos de incomodidad,
como una forma de encarnar al miembro del Partido que censura a Pasolini, que
contrasta con la sobriedad del Juez. Caleb Casas resuelve también con
eficacia en su proyección gestual y psicológica el comportamiento
elástico, arbitrario y oportunista del muchacho de barrio que se ha ido
prostituyendo hasta caer en lo más bajo, convertido en instrumento útil
y chivo expiatorio de fuerzas reaccionarias que le manipulan. Ileana Rodríguez,
en su primer papel sobre el escenario –se ha desempeñado hasta ahora
como asistente de dirección de Carlos Celdrán y ha asumido diversas
funciones técnicas en propuestas anteriores--, tiene ante sí el
difícil reto de comportarse con naturalidad de cara al público,
lo que consigue con una cuidada dicción, aunque a veces la traiciona cierta
afectación en el tono. Y el joven Fidel Betancourt, como Dávoli,
sale airoso en el duelo “cuerpo a cuerpo” con Alexis; no obstante,
la falta un poco más de seguridad en la decisiva Escena 11, en que comunica
al otro su cansancio y su decisión de casarse y donde Pasolini resuelve
la ruptura. Y aunque está pautada en el texto, a través de una única
intervención suya, su presencia en la Escena 1, tal y como ha sido
concebida, resulta un tanto formal.
Desde la austeridad material y la precisión de cada intérprete,
comprometido con la mente y la carne en cada rol, la puesta defiende un teatro
de la verdad, y elige para el desenlace una mirada nada ingenua, en la cual en
vez de lo oscuro de la circunstancia ambigua de la muerte, opta por revelar y
juzgar a los que considera los verdaderos culpables. A la vez, invita a pensarnos
a nosotros mismos, como una propuesta escénica de enaltecimiento
de la dignidad humana.