31 de Mayo, 2004
Pasolini, rebelde con causa
FRANK PADRÓN
Vida y muerte de Pier
Paolo Pasolini es de esas puestas
que dejan un sedimento de reflexión y garantía; reflexión en lo que aportan más
allá del texto; garantía de notable teatro, de, incluso, hazaña
cultural.
Argos Teatro es de las compañías más inquietantes hoy de
la escena cubana; empieza por echar el ojo a obras y autores de una fuerza y
un poder removedor que los sume en lo contemporáneo (de Bretch y Strindberg
a Calderón y Koltés), y termina (empezando de nuevo) con
puestas novedosas y originales.
Tras el éxito de público y crítica que constituyó Roberto
Zucco, Carlos Celdrán, director del colectivo, lleva al ya imprescindible “aposento
alto” que les sirve de sede, la obra Vida y muerte de Pier Paolo
Pasolini,
del francés Michel Azama (un exponente de las vanguardias teatrales
de mediados del siglo pasado, con temas que siguen siendo de una vigencia
extraordinaria,
tales como la violencia y los conflictos bélicos. El acercamiento
a una de las figuras cumbres del cine italiano, fundamentalmente en la década
de los 60 y los 70, trasciende las coordenadas existenciales y profesionales
de este para convertirse en una reflexión sobre los prejuicios de
una sociedad puritana e hipócrita, que no resistía a un iconoclasta
capaz de remover, con su obra (cine, poesía, novela) y esa otra no
escrita o filmada que es la propia vida, los carcomidos cimientos de un pais
y una época.
NI PATERNALISMOS NI JUICIOS A ULTRANZA
Lo primero que me gusta de la letra en Vida y muerte... es que, si
bien hay una simpatía innegable por esa labor pujante e indomable del artista, tampoco
aparece una mirada lastimera o justificadora ciento por ciento: Pasolini, genial
en sus reflexiones, fustigador de la falsa moral, auténtico en sus preferencias
sexuales, solidario con las clases humildes. También era extravagante,
provocador en lo personal y lo social, hosco, y dueño de una amargura
y una hostilidad que lo alejaron de muchos, aun simpatizantes.
Azama (y con él Celdrán) lo sitúan en ese justo
medio donde pueden apreciarse los resplandores y las tinieblas de una
personalidad
tan singular
como desconcertante, algo que se aprecia en su cine y su literatura,
grande en su conjunto pero desigual.
UN TEATRO CONSECUENTE
Trece momentos significativos en el avatar de quien legó filmes como
Accatone o Teorema, informan la pieza: los constantes juicios por sus nuevas
producciones,
la llegada a Roma con la madre desde provincia, los “ligues” en
las calles de la urbe, y su aún misteriosa e inesclarecida muerte
(que la puesta resuelve en su ambigüedad), son algunos de ellos.
Fiel a las coordenadas de una poética que ya se ha asentado, Celdrán
procede siguiendo tales presupuestos: no necesita abordar una figura del cine
como esta, para que su espacio escénico se torne un ve set fílmico;
así de dinámica y cambiante, sin tregua a baches ni mutis es la
representación; la multiplicidad del escenario, por el accionar de varios
focos tópicos, la agilidad en las alternancias narrativas (que incluyen
anticipaciones y retrospectivas), convierten a Celdrán, en uno
de nuestros mejores directores, por lo menos de los que más inventiva
exhiben a la hora de poner en escena. Sobre todo porque no hay mínimo
de gratuidad ni alarde en tal movimiento, sino que ello emerge de la
propia escritura.
Luego, sus eficaces colaboradores en varios rubros (Alain Ortiz en
la escenografía,
Vladimir Cuenca en el diseño de vestuario...) prolongan su espíritu
integrador y, a la vez, pródigo en el detalle; esta vez, los
contrastes tonales y estructurales en las ropas de los personajes,
o los materiales
que conforman la escena (virutas de madera, bloques) , proyectan la
agresividad del contexto.
Del propio director, la banda sonora se erige en un correlato esencial.
LOS DESEMPEÑOS
También cuenta Argos Teatro con un equipo altamente valioso en lo que
a actuaciones respecta; se sabe lo importante de este elemento en cualquier puesta,
pero en las de esta compañía resulta especialmente
decisivo, por la complejidad de los personajes de las obras elegidas.
Alexis Díaz de Villega, que ya reveló en anteriores
montajes (sobre todo en La señorita Julia) su clase
como intérprete de primera;
aquí simplemente lo confirma: odio, amargura, sarcasmo y rebeldía
alternan en una proyección racional y a la vez sensible. José Luis
Hidalgo reitera su ductilidad e intensidad, Fidel Betancourt acerca la androginia
propia de unamante contradictorio y, en el fondo cariñoso, pero incapaz
de seguir a un ser como el protagonista; Caleb Casas da en el clavo tipológica
e histriónicamente, pero debe cuidar esa mirada perdida y alienada de
la peligrosa estereotipia; Ileana Rodríguez desentona francamente,
desde su narradora, con el resto del equipo...
Pero el otro gran laurel debe ir a la cabeza de un actor invitado:
Pancho García;
sus papeles (siempre representantes de la censura, el orden, la justicia) reciben
del integrante de Hubert de Blanck una energía, una gracia
y un esmero que bordan los matices.