Domingo, 2 de mayo del 2004
La pasión de Pasolini
Osvaldo Cano
Carlos Celdrán no se entretiene con las ramas, por el contrario va al
tuétano, a la médula de los problemas. A quien quiera comprobarlo
lo invito a asistir a la sala del 9no. piso del Teatro Nacional. Allí,
el líder de Argos Teatro nos enfrenta a una obra cruda, intensa y brillantemente
escrita. Vida y muerte de Pier Paolo Pasolini , tanto el texto como el espectáculo,
se cuenta entre lo mejor que haya subido a nuestras tablas en mucho tiempo.
La pieza relata la historia del afamado director cinematográfico, novelista
y poeta Pier Paolo Pasolini. Con ella Celdrán descubre, para el espectador
cubano, a un autor de la talla de Michel Azama, un dramaturgo que —al igual
que Koltés— se complace en hacer caer las máscaras y mostrar
la verdad tal cual. Pasolini, un brillante intelectual cuyos aportes a la espiritualidad
humana son notables y enjundiosos, y que, no obstante, fue víctima de
la incomprensión y la intolerancia. Esa es la clave de la pieza. Azama,
con Vida y muerte... se detiene a recordarnos cuántos atropellos se cometen
en nombre de la justicia, la moral y el orden.
La pesquisa, el asesinato, los procesos judiciales, las intimidades de Pasolini,
sus éxitos y decepciones, vertebran la obra. El carácter biográfico
de la pieza, lejos de resentirla, la dotan de un aire de autenticidad que preocupa
y conmueve. Ante nuestros ojos vemos cómo la tozudez y la ceguera destruyen
una vida útil; cómo los prejuicios morales pueden marginar y hasta
sepultar a un hombre lúcido y batallador. Vida y muerte de Pier Paolo
Pasolini deviene en algo así como una alerta, una vibrante manera de advertirnos,
a través de la ficción, cuán demoledora y torcida puede
ser la realidad.
La puesta es de una limpieza aleccionadora. El director centra su atención
en el trabajo con los actores y prescinde de todo aquello que pueda obstaculizar
la comunicación. El piso alfombrado de aserrín propone una imagen árida
que alude a la actitud represiva y el violento comportamiento de los contrincantes
del cineasta. El ritmo es trepidante en ocasiones, cadencioso en otras. La mesura,
la contención, la asepsia y el sentido de la exactitud, signan el montaje.
La escenografía hay que buscarla a ras de piso. El aforo en negro de la
sala le imprime un tono de dureza, un aire severo, luctuoso, al montaje. Sobre
la agreste alfombra de virutas de madera sobresalen varias plataformas, un banco,
un diván y algún que otro elemento. Esto basta a Alaín Ortiz
para, a través de las formas geométricas, la textura y el color,
transmitir la imagen de un mundo carcomido y decadente. El vestuario es austero
y simbólico. Pasolini viste colores claros, el resto va de gris o de negro.
La época, los conflictos, los bandos o el hipócrita maniqueísmo
de los representantes de un orden amañado, son mostrados por Vladimir
Cuenca, gracias a un diseño que engarza a la perfección con la
concepción global de la puesta en escena.
Las luces, de Manolo Garriga, ponen de relieve cada detalle, ambientan, subrayan.
Mientras que la banda sonora, conformada por el propio Cedrán, con fragmentos
de Mozart, Bach y Miles David, crea el clima apropiado, sugiere, inquieta.
En el rubro de las actuaciones sobresale la depurada labor de Alexis Díaz
de Villegas. El intérprete consigue, a golpe de sinceridad y contención,
proyectar la imagen verídica y auténtica del tenaz Pasolini. José Luis
Hidalgo se desdobla con profesionalismo y limpieza en varios personajes. Pancho
García aporta la nota cómica, realiza caracterizaciones, asume
varios roles y termina por regalarnos un buen ejemplo de dedicación y
oficio. Fidel Betancourt tiene sus mejores momentos en las escenas del cortejo;
luego, cuando rompe con su amigo y protector, no alcanza a sostener el mismo
nivel interpretativo. Caleb Casas, por su parte, logra acercarnos una creíble
imagen del lumpen juvenil involucrado en el asesinato.
Vida y muerte de Pier Paolo Pasolini es, en buena medida, un drama de la pasión;
o sea, la historia del sufrimiento, muerte y resurrección de un individuo.
Pasolini fue un trasgresor, un hombre auténtico y sincero que se enfrentó a
las convenciones y las fuerzas más retrógradas de su época.
La suya es una batalla de todos los tiempos. La selección y el montaje
de esta pieza resulta no solo un hito en la trayectoria de Argos Teatro, sino
también un reto y un rasero envidiable para nuestra escena. Si abundaran
los espectáculos con este nivel de calidad, no hay duda de que La Habana
volvería a ser la importantísima plaza teatral de otros tiempos.