3/04 julio-septiembre
DISIDENTE DEL MUNDO
Omar Valiño | La Habana
foto:Enrique de la Osa
Sáqueme los ojos y me volveré vidente.
PASOLINI
Hay
vidas desgajadas de su muerte,vidas, la mayoría, en las cuales la
muerte viene a ser el accidente inevitable, sin relación directa con
la existencia vivida, acaso solo la conclusión de ciertas enfermedades
heredadas o adquiridas. No es el caso del poeta, cineasta y periodista
italiano del pasado siglo, Pier Paolo Pasolini.
Michel Azama devela en el título esa vocación de su texto, seguida
con fidelidad por el espectáculo. Estaremos frente a una existencia
humana, recorriendo estaciones que penetran la vida y la muerte de un
hombre. Sí, la vida y la muerte en una conjunción, en una cópula,
tan terrible como inevitable.
Carlos Celdrán nos coloca frente a un paisaje artificial, hermoso, despojado,
con las reminiscencias de un set cinematográfico que intenta, casi siempre,
poner a su protagonista en el centro de una lente dibujada en el suelo “arenoso” del
aserrín. La lente como microscopio, con cierto afán de laboratorio
y al mismo tiempo cita del mecanismo a través del cual intentó Pasolini
pergeñar su conocimiento del ser humano. Aparece en el piso, pero en
el montaje es como si se fuera levantando para dejar abajo, desnudo, ya lejos,
ya cerca a Pasolini, para obsequiarnos, mediante esta persona-personaje,
el montaje teatral cubano más importante de los últimos años.
Tales estaciones
se suceden en cuadros. Dispuestos linealmente, aparentan, por equilibrio
y perfección, ser “copiados” de la realidad,
de la biografía del protagonista. No es cierto. Aunque siguiendo, de
alguna manera, una pauta cronológica, explicitada en el texto, Michel
Azama ha fundido pasajes, encuentros, aseveraciones, intercambios entre los
personajes con el afán del biógrafo que intenta más penetrar
el alma de su “objeto” que colocarnos frente a una hagiografía.
Sintetiza, no obstante, entre ambos “polos”, una gran cantidad
de información y, efectivamente, indaga con profundidad en las contradicciones
de Pasolini y su tiempo.
Cuando la lente se abre, mediante las luces que iluminan el espacio, se escucha
el sonido del mar rompiendo en la orilla. El cadáver de Pier Paolo Pasolini
yace en un terreno cerca de Roma, baldío como la tierra que registró en
alguna de sus películas. Es 2 de noviembre de 1975. El Juez (por un
José Luis Hidalgo cortante, preciso, dominante), duda ante las evidencias
de que su asesino, José Pelosi, cometiera solo el crimen. De hecho,
se subraya ese solo contra Pasolini como un leitmotiv que será convertido
en su contrario todos contra Pasolini. Caleb Casas en Pelosi registra con excelencia
el aturdimiento, el peso, algo real, algo cínico, del culpable manipulado
por fuerzas que desconoce o también del muchacho, si bien marginal,
asustado por la magnitud del acto cometido.
El segundo cuadro (como todos, presentado por la Narradora, a cargo de Ileana
Rodríguez, quien no supo siempre dominar en su emisión vocal
el papel de la no-actriz), trae la ríspida conversación entre
Pasolini y el militante del Partido Comunista Italiano que viene a comunicarle
su expulsión del mismo. Determinada esta por la acusación, incluso
de dominio público, de incitar a jóvenes a tener sexo con él,
Pasolini la rebate reclamando a la filosofía y práctica comunistas
alejarse de las mismas concepciones de la Iglesia. Reniego de los moralistas
que han convertido el comunismo en un catolicismo tan aburrido como el propio
catolicismo, dice. Como en otros muchos momentos, zonas como estas dejan abiertas
excelentes puertas al debate, un debate de ideas profundísimas que el
espectáculo procura como uno de sus centros. Por eso es lícito
observar Vida y muerte de Pier Paolo Pasolini, como teatro de ideas.
El protagonista,
encarnado por Alexis Díaz de Villegas, entierra con
furia las cenizas de su carné ardiendo y jura, amasando su convicción
con ese poco de tierra entre las manos e invocando a su hermano muerto, seguir
siendo comunista para toda la vida, mientras escuchamos el imponente Réquiem
mozartiano. Hidalgo se desdobla aquí como el Miembro del PCI que “viene
en personaje” de expulsor, con asco, tan real como fingido, por la falta
cometida por el otro. Alexis comienza a dibujar con particular fineza esa encarnación
distanciada que antes subrayé, pues no hay término mejor para
describir el arte del actor.
A continuación, Pasolini y su madre, en la figura de Ileana Rodríguez,
esperan en la estación el tren que los sacará de su pueblito
y los llevará a Roma. La luz acentúa el círculo sobre
ellos para recoger la atmósfera íntima de la larga confesión
de Pier Paolo sobre lo que ha sido su vida hasta allí. Se duele de dejar
atrás la tumba de su hermano y el equilibrio con que se describe a sí mismo,
que ya no encontrará jamás.
Salta a la ciudad al ritmo de un jazz intenso y se va a las calles, reconocida
ya su condición homosexual (de esas cosas no se habla, dirá Ninetto
más tarde), a “cazar”. La puesta regala aquí una
escena para la antología del amor en el teatro, de seguro, coincidiendo
con Eugenio Barba, el sentimiento más difícil de representar.
Todos los tics, todos los gestos de toma y daca de la conquista; la ingenuidad,
el deseo, la juventud y la belleza de un lado, la astucia, la madurez y el
poder de la palabra de otro, se tejen de forma brillante por Fidel Betancourt
y Díaz de Villegas. Fidel marca su despreocupación juvenil, su
desperdicio de energía, también su seguridad de lo que busca
y quiere. Alexis registra el impacto causado por el muchacho que se convertirá luego
en la relación más duradera del cineasta. El actor nunca asume
como estereotipo la condición homosexual de su personaje. Es delicado
cuando tiene que serlo, fuerte cuando así lo exige la situación,
todo ser humano antes que hetero u homosexual. En medio de la escena Pasolini
se autodefine: es Pier, Pedro el señor y Paolo, Pablo el marginal. Quienes
disfrutamos de su cine, sabemos que este contrapunteo es entonces orgánica
consecuencia de su personalidad. Al final de aquella, con las notas de Bach
en un clavicordio, Ninetto ha estimulado en Pier Paolo también la pasión
del escritor, quien convierte el hecho en literatura.
En los cuadros
quinto, séptimo y décimo, asistiremos a las sesiones
del Tribunal. Pasolini permanentemente juzgado por sus libros, escritos periodísticos
y películas. Él mismo señalará en algún
instante el dato: treinta y tres procesos en veinte años. De la repetición
saca Azama la simetría de estos juicios. Celdrán la refuerza
en el escenario, sobre todo, mediante la utilización del actor Francisco “Pancho” García
en los distintos roles “secundarios” de ellos. Así, primero,
un concepto: el personaje acusador acecha a Pasolini transfigurándose
sin parar, como en una pesadilla. Después un actor en plenitud de facultades.
Pancho crea máscaras y gestos: el diputado Pagliucca con sus cabellos
erizados, su tono melodramático con el que acentúa que vive de
su historia; el Profesor Semerari con su boquita estirada y su afeminamiento;
el adusto Fiscal de Roma con su severidad y comedimiento hasta que Pancho lo
hace explotar frente a Pasolini en una perfecta modulación de energía,
de la cual hace gala en todos sus papeles, al igual que de un toque de comicidad
necesario a las oscilaciones del drama.
Frente a las máscaras y las torceduras morales y jurídicas de
estos juicios, tras el afán de doblegar al protagonista a cualquier
costo y convertirlo en víctima, se alza la entereza ética de
Pasolini. No le podían perdonar su crítica feroz a la hipocresía
social, a las estructuras de poder capitalista y su ideología fascistoide
en la Italia represiva de los 60; tampoco su celebración del homoerotismo
y los derechos del cuerpo, ni la denuncia al envejecimiento del PCI, a la corrupción
del sistema político… En definitiva, a la plena libertad del individuo,
menos dentro de una cultura de izquierda como la que él proclamaba.
Así Vida y muerte de Pier Paolo Pasolini puede leerse también
como teatro político, si tal término no entraña, aparte
de una redundancia, el reflejo condicionado de lo que este fue antaño.
Ante él se hace inevitable pensar, por ejemplo, en la mascarada ya habitual
de la política italiana cuyo más acabado producto es Berlusconi;
en el renacimiento del fascismo y las tendencias filo-fascistas a lo largo
y ancho del planeta; en el fracaso de la anticuada concepción socialista
que se derrumbó con el Muro de Berlín; en cuánto de pertinente
sigue siendo esa crítica entre nosotros cuando, en nombre del socialismo,
se empeñan en coartar la libertad del sujeto; en los también
asfixiantes años 60 cubanos agrisados por la persecución contra
el homosexualismo y otras “taras” burguesas. En este sentido, el
espectáculo tiende resistentes hilos hacia la platea porque toca puntos
muy álgidos de la memoria nacional y del teatro en particular. No resulta
así una puesta en escena solo saludable por su excelente resultado artístico,
su sensual equilibrio, su conseguido “naturalismo poético”,
sino viva en su audaz, radical y quemante actualidad.
El sexto pasaje nos devuelve a un Pasolini en la calle. A diferencia del
cuadro donde descubría a Ninetto, está ahora en medio del mercado del
sexo. Debió ser este el primer tope en vida con Pelosi. Cuando se auto
presentan, Caleb Casas acierta en un gesto del personaje que denuncia que conoce
a Pasolini, como al final nos confirmará. No sabemos si ya tiene el “contrato” para
matarlo o esto vendría después. Casas asume de manera consistente
al cínico y desenfadado marginal.
Un Pier Paolo existencial nos presenta el octavo cuadro. Apocado, confiesa
su ansia de otra vida, en la que pueda asumir sin tantos sobresaltos el correr
de los días. Fija en los campesinos una visión un tanto utópica
de esa cárcel cotidiana que él mismo no querría romper.
Como Fausto, no logra hacer un pacto con el mundo.
Pero todo locura creativa lo vemos en el siguiente fragmento. Carlos Celdrán
convirtió un monólogo del protagonista sobre apreciaciones cinematográficas en
una vívida filmación en Cinecittá. Recrea los planos de
su película Teorema, María Callas canta. Me importan una mierda
las reglas del cine, dice, y añade: Creo en los milagros del hombre,
del poder disimulado que tiene.
Teorema es la película que desata todos los rencores del Fiscal. Pasolini
le espeta que jamás encontrará en el arte la verdad preestablecida
en las comisarías. Yo busco, afirma. Le pregunta, ante la insistencia
acusatoria que inquiere por las razones del filme, ¿De la que yo hice
o de la que usted vio?, interrogante que debería hacérsele a
todos los censores de arte. Después realiza una denuncia política
frontal contra la Italia que ve podrirse, ante la cual el Fiscal le amenaza:
Encontraremos una mordaza a su medida.
Cuadro IX. Apartamento de Pasolini. La partitura de Alexis es perfecta. Siempre
la misma en sus detalles de miradas, gestos, intenciones, creciente en su
ensanchamiento de motivos, comprensiones, ideas, plena en espiritualidad
y capacidad de comunicación,
trasmite todos los registros del alma humana, sin duda, la mejor actuación
del teatro cubano en muchos años.
En esta escena enfrenta la disolución de su relación con Ninetto.
Este, cansado de agresiones y seguramente del paso del tiempo, quiere otra
vida. Reprocha a Pier Paolo su superioridad, su tristeza, su inconformidad
con todo. En preciosos parlamentos Pasolini se explica: quiere al hombre como
centro de todo, tal como los pintores del Trescento. Cuenta sobre su hermano
traicionado por sus compañeros de la Resistencia, asesinado por muchachos
de dieciséis años, como aquellos calificados como menores para
el sexo. Desata todo su pensamiento antiburgués, su desamor por los
bienes materiales. Se siente como un nómada, un expulsado, un disidente
del mundo, la minoría de las minorías.
Demasiada inquietud roba fuerzas, susurra, por eso no se conforma con haber
llevado ninguna de sus obras a término. Expulsa a Ninetto y en un rapto
de locura la emprende contra todas las cosas, excepto con la máquina
de escribir, una de sus armas. Esa imagen recuerda el cuadro El intelectual,
de Pogolotti. El hombre asaeteado por todas las angustias representadas en
la muerte.
La respuesta será anunciada en el próximo pasaje. Pasolini delante
de la madera de una mesa que enuncia un paredón. Preparará Saló,
una película única de la historia del cine, tan viva como las
aberrantes torturas a los prisioneros iraquíes en Abu Grahib. Alexis
Díaz de Villegas dice ese monólogo con una fuerza que asusta.
Alcanza a irradiar todo lo vomitivo que Pasolini pondrá en el filme
para denunciar el fascismo corriente, es el cenit de su personaje. Invoca
a la madre. No me quiero morir, grita.
Final. De la violencia artística a la violencia del sexo. El ámbito
de la escena primera, la inminencia de la muerte. Intercambios brutales. Se
da cuenta de que ha caído en una trampa. Por un instante se previene,
pero ya hace mucho que ha perdido el miedo. Los golpes. El informe judicial:
el corazón explotó.
Del
equipo de realización de Vida y muerte
de Pier Paolo Pasolini
Diseño de vestuario: Vladimir Cuenca
Diseño de escenografía: Alain Ortiz
Diseño de luces: Manolo Garriga
Nota:
Algo más de un mes atrás culminaba en el Noveno Piso del Teatro
Nacional la extensa temporada de estreno de Vida y muerte
de Pier Paolo Pasolini, del dramaturgo francés Michel Azama, con puesta
en escena de Carlos Celdrán y Argos Teatro; todo un suceso de repercusión
pública. Si me he demorado en ofrecer mi visión del montaje es
porque quise acompañarlo a lo largo de las numerosas funciones. Este
texto, y otros en torno a su proceso, aparecerá en tablas 3 de 2004,
de próxima aparición.