El teatro en tiempos de Carlos Celdrán


El Premio Nacional de Teatro 2016 dialogó con JR

Lourdes M. Benítez Cereijo
digital@juventudrebelde.cu
23 de Enero del 2016 19:48:07 CDT


Asegura que para escribir la historia de su vida hay dos pilares que no podrían faltar: su abuela, por ser su raíz y la persona que le enseñó la afectividad; y su pareja, sin la cual no podría hacer nada. Años distancian al niño que se sintió hechizado en su primer contacto con el teatro al ver Contigo, pan y cebolla y al adolescente que estableció una singular simbiosis con el personaje de Julián Sorel en el El rojo y el negro, del hombre que hace unos días mereció el Premio Nacional de Teatro. Sin embargo, si algo no ha cambiado el tiempo en Carlos Celdrán es su fascinación por el arte escénico.
En la sede de Argos Teatro recibió el director de la reconocida agrupación a JR, casi 40 minutos antes de comenzar la tercera función de Protocolo. Sus palabras convirtieron 22 minutos de entrevista en una clase magistral acerca de la vida y del teatro.

Protocolo, la más reciente puesta de Carlos Celdrán. Foto: Denis Peralta

Constantemente hablas de llevar a los espectadores una historia transparente y clara. ¿Alguna vez has tenido que «ensuciarte las manos» para lograrlo?

—Sí, mucho. La transparencia es para poder ver el fondo de las cosas, sin embargo, a veces el fondo es muy oscuro. Se trata de una estrategia, no es un lavado de la realidad, que es contradictoria y agónica. Me gusta ver el teatro así, intento hacerlo claro para adentrarme en las causas.

¿Con qué no te gusta ensuciarte?

—La falta de ética y la cobardía.

En la artesanía del teatro, ¿cómo te defines?

—Hay quien dice que Dios está en los detalles y en el teatro eso es clave. Si no cultivas el perfeccionismo y gusto por el detalle, no es válido. En ese sentido diría que soy como un orfebre.
Escribir te cuesta trabajo, ¿por qué?

—Porque trato de estar a la altura de lo que leo.

Mucho de lo que has escrito tiene el propósito de resguardar un patrimonio de anécdotas. ¿Te preocupa la permanencia en la memoria colectiva?

—Sí y no. Trabajo en el presente. Algo he aprendido y es doloroso: el teatro se olvida. Prefiero lo maravilloso del instante, el ahora, que llena de sentido la vida. Vivo el teatro y lo hago intensamente, aun sabiendo que será olvidado y que tendré que empezar de nuevo. Si queda alguna huella será de ese tipo, de un arte muy efímero, pero que da mucho placer.
Si el teatro corre el riesgo de diluirse, ¿por qué apostar por la locura de lo efímero?

—Es una locura, pero es mi vida y no puedo dejar de hacerlo.

Hablabas de lo doloroso del teatro, ¿cuáles son tus heridas?

—Para poder conquistar a los demás, los artistas deben estar dispuestos a sacrificarse. Si estás complacido no puedes analizar, criticar, descuartizar. Hay que mantener una separación y yo la he tenido por mi propia vida, y ahí estarían las heridas que me hacen insistir en demostrar que existe algo valioso por lo cual apostar.

Mucho se habla del teatrista. ¿Qué sucede cuando el director llega a casa?

—La vida doméstica no se me da muy bien. Soy mal cocinero. Por lo general sigo trabajando y leo. Contamino los dos espacios: teatro y casa, pues suelo aburrirme cuando no trabajo. También veo televisión y me gustan las series de HBO.

En la dramaturgia y el teatro cubanos, ¿cuáles son las fortalezas y debilidades?

—La mayor debilidad está en poder definir el presente, lograr tener un reflejo de quiénes somos hoy de un modo complejo, dinámico, no utópico, y sin clichés. A los escritores les es muy difícil lograr esa captación del momento. Lo bueno es que hay mucha gente con fuerza que está diciendo cosas que antes no veíamos en los escenarios. La dramaturgia se ha expandido hacia nuevos temas. La juventud es mucho más desenfadada y ha roto tabúes y lanzas. Todavía hay muchos límites y miedos. El arte y el teatro son para eso: para vernos por dentro y pensarnos.

En esa idea de pensarnos, ¿el teatro como foro cívico es utopía o realidad perfectible?

—Es una realidad perfectible. Para mí es una metáfora, algo que muestra el camino. Que el teatro tenga un lugar central en la sociedad es una pretensión y lograrlo es en extremo complejo.

Has dicho que durante la etapa del Buendía necesitaste que «me definieran con palabras lo que soy». ¿Qué palabras fueron en ese momento y cuáles son ahora?

—En el Buendía estaba en la etapa del aprendizaje. Era el teatro de amigos, de la imagen, la experimentación. Hoy es un teatro para la sociedad. Hoy demando del público una lectura cómplice, no frívola, que se divierta pero que se remueva.

Gran parte de lo que haces se trata de desnudar un proceso, ¿no te asusta quedar vulnerable?

—No. El teatro debe mostrar la evolución. Un espectáculo se comunica con el otro. Uno advierte cómo los temas y el desarrollo de los actores van intercomunicándose. Todo es parte de un gran proceso, de una obra mayor con una poética orientada al viaje.

Los espectadores puede ser implacables, ¿te has sentido agobiado?

—Muchísimo. El público es duro y a veces cruel. Te dice la verdad y te sientes decepcionado y herido; pero al final tienes que componerte, retomar todo y seguir trabajando. Lidiar con la presión del espectador no es sencillo. Cada vez te exigen más y por tanto tú te exiges más. El enfrentamiento con el público me pone muy nervioso. Antes era más ingenuo, pero mientras más sabes más temes.

Veinte años es un largo camino. Si tuvieras que hablar de rupturas y reconciliaciones, ¿cómo sería ese recuento?

—Han sido muchos momentos de cambios, de abandono de poéticas y reencuentro con otras. Siempre estoy aprendiendo y recibiendo muchas influencias: cuando viajo, al ver teatro, de la juventud, de mis contemporáneos, de lo que está pasando… Sentir que me estoy quedando atrás me hace volver a violentarme para ir hacia otras zonas. Hay que estar muy atento.

La historia de Argos Teatro contada por tres obras, ¿cómo quedaría?

—El resultado sería: El alma buena de Se-Chuan, Vida y muerte de Pier Paolo Pasolini y Aire Frío. Si fuese a hablar de una de las más recientes tendría que nombrar Mecánica, porque ha sido la búsqueda interesante hacia un teatro contemporáneo en Cuba.

En junio montarás la primera obra de tu autoría, ¿por qué esperar 20 años?

—Fue casual. Ese texto lleva escrito casi 15 años, no lo hice para teatro, pues era un diario personal. Un día descubrí que se podía llevar a las tablas y hacer teatro autorreferencial y lo fui manipulando hasta que me decidí a hacerlo, pero no tiene que ver con el aniversario.
«Se trata de mi relación durante la infancia y adolescencia con mis padres, escrito de un modo que puede servir para todos. Lleva por título Diez millones, porque se enmarca en el contexto de esa zafra».

En un momento consideraste que ser maestro era una distracción de lo fundamental, ¿qué sucedió?

—Después de nueve años dando clases en el ISA me cansé. Sentí que graduaba muchos actores y después ellos no tenían cómo poner en práctica los conocimientos. Se diluía la experiencia del aprendizaje y se iban, dejaban de ser actores. Me di cuenta de que era como perder el tiempo.

¿Te decepcionaste?

—Un poco. Preferí quedarme con algunos estudiantes y llevar esa formación de nuevas generaciones como parte de mi teatro, acorde a mi forma de hacer pedagogía. Ahora volveré al ISA a dar clases de Dirección, que me parece una forma más justa y precisa porque los directores, a su vez, pueden formar equipos.

Muchos coinciden en que el teatro es un acto de liberación, pero: ¿ser fiel a una estética no es una suerte de cautiverio?

—No creo que sea fiel a una estética porque voy viajando y buscando, tanto desde la forma como del contenido. Dentro de una estética mayor estoy cambiando constantemente. No me he sentido preso, aunque siempre está la idea de querer ser otro, de negarme completamente y salir con un espectáculo opuesto. Pero son situaciones que se resumen a vanidades. En esencia sigues una investigación más lógica. No lo tiras todo así de pronto.

¿Y no has pensado hacerlo?

—Eso va a llegar, pero no lo puedo violentar. He luchado duro contra la tentación de perseguir la moda y estar al día para complacer el gusto que prima, sería desangrarme en algo que no va a fondo. Voy más lento, me doy mi tiempo.

El minuto antes de salir a escena y un minuto después de que acaba la función, ¿cuáles son los demonios que ocupan tu mente?

—El terror. No me gusta verle la cara directamente a los espectadores. Prefiero quitarme esa neurosis y me oculto.

Abel González Melo ha dicho que eres «un maestro para entregarse a tu texto con absoluta reverencia y muchos deseos de manipularlo por dentro». ¿Eso te convierte en una especie de «cirujano» del teatro?

—Me gusta leer el comportamiento humano y eso me conduce a sesiones de análisis fuerte. Valoro los ensayos que te permiten descubrir causas y razones; y ese es mi gran placer. En esa suerte de «cirugía interna», es con lo que más me entretengo.

Reinventarse todo el tiempo es casi una máxima. ¿Cómo te despojas de lo aprendido para volver a aprender?

—No lo sé bien, pero sé reconocer cuándo llega algo que me indica el camino a seguir. Tengo curiosidad por lo que viene. ¿Qué será lo que voy a hacer el año que viene? No lo sé. No preparo nada con antelación. La incertidumbre suele ser muy productiva.

Premio Nacional de Teatro: ¿alcanzaste ese instante pleno e insuperable?

—No lo quiero ver así porque sería intimidante. Estoy disfrutando la parte emocional. Cuando me entreguen el premio volveré a luchar como siempre por un espectáculo.
«Fue una sorpresa porque pensé que me lo darían más viejo. Lo que ha sido más fuerte es recibir el elogio y cariño de la gente que me rodea habitualmente. Creo que el lauro da esas licencias. Incluso aparecen familias lejanas que te llaman.
«No sabía que un premio podía tener ese efecto, porque he recibido muchos otros, pero este ha desatado que la gente me diga lo que ve en mi esencia».

Si la verdadera imagen del teatro es invisible, ¿cómo reconocer a Argos Teatro y su director en el escenario?

—No sabría decirte. No tengo palabras. Mi teatro se trata de que la gente haga y diga en el escenario lo que realmente piensa, que sea la síntesis de una experiencia personal. Si algo me distingue es la búsqueda de la verdad en ese viaje al centro del ser humano.

 

 

 

 

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