Año VI
La Habana

2008

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Fango
Zoila Sablón • La Habana

 

Yailín Copola y Pancho García en Fango. Foto: Pepe Murrieta

Fango, mezcla de agua y tierra, elementos primordiales para la vida, es, en la pieza de María Irene Fornés (La Habana, 1930) y en la versión de Argos Teatro, sustancia primera de muerte y desolación. Suciedad y precariedad. Dinámica de vida y muerte, estrategias para sobrevivir.

La obra de María Irene, quien se ha formado y ha legitimado su teatro en los Estados Unidos, ha encontrado en Argos Teatro un excelente receptor. Es uno de los grupos cubanos, con Carlos Celdrán al frente, que más acertadamente nos está hablando del aquí y el ahora de la sociedad cubana. Si en fechas más lejanas lo hacía desde la revisitación de textos ya reconocidos universalmente – Roberto Zucco, La vida es sueño, Baal, El alma buena de Se-chuán, Pasolini, Stockman –, desde época reciente ha tomado como punto de partida la dramaturgia cubana actual y actuante – Abel González Melo (La Habana, 1980) con Chamaco, por ejemplo.

Escrita hace veinticinco años, con Fango asistimos a la eclosión de la incomunicación, la sordidez y la apatía, a la revelación de otros mecanismos de convivencia ante la imposibilidad del mejoramiento humano, ante un círculo cerrado sin hendijas posibles.

En el montaje de Argos, nos recibe una habitación que semeja una casa rural o una “llega y pon” en una cuartería. Las referencias al puerco en el patio podrían sugerir ese espacio rural; sin embargo, la larga plancha de metal con el agujero, especie de desagüe o de ventilación en desuso, ojo de cerradura para husmear lo que hay detrás de una línea que no cruzamos, nos remite a un contexto urbano más inmediato. Aquí, las transparencias, parte del eficaz diseño escénico de Ana Acosta y Humberto Rosales, los contrapuntos de luz de la mano de Manolo Garriga y la música original de Roberto Carcassés, nos obligan a asomarnos, a mirar más allá de nuestra propia circunstancia.

Bien podríamos salir de la sede del grupo, y, sin caminar más de cinco cuadras, cruzar esa desdibujada frontera entre lo visible e invisible que raja en múltiples sentidos y formas a una ciudad. En San Martín o El Plátano – barrios aledaños a esa zona – podría estar la casucha habitada por Mae, Lloyd y Henry. Espacios “no convencionales” que pueblan y conforman otro rostro de la urbanidad cultural, condensación o summa de un fango que se va anegando día a día y que se convierte en materia prima de la construcción del entorno citadino.

El ritornello a la familia llega esta vez con otros sentidos. Un extraño núcleo filial hecho de miembros que no lo son realmente, una “familia” consensuada y negociada, pero también azarosa, que nos remite a un descalabro moral y a otro tipo de “ciudadanía” familiar y comunitaria. Como mismo refiere Mae en relación a Lloyd, una especie de “apareamiento” sin argumento ni sentido. Un mundo frío, sórdido, crudo, rodeado de aserrín – despojos, restos, materia desechable o reciclable – donde los sentimientos se desgastan rápidamente y donde lo trágico se naturaliza. Un círculo que se recompone gracias a la autodestrucción en una evolución fatídica, esencia misma de enfermedad y muerte, vulnerabilidad y caos.

En María Irene se entretejen, de manera orgánica, esos cruces fecundos del teatro psicológico, realista norteamericano y su vínculo con la escritura dramática nacional. Ha sido ella una de las que ha formado a generaciones de escritores cubanoamericanos en los Estados Unidos y su obra la ha legitimado dentro del vasto panorama teatral de ese país, señalando siempre su procedencia y asumiéndola como una artista bicultural. Fango se incluye por derecho propio en el repertorio cubano todo – una discusión superada de lo de adentro y lo de afuera - y dialoga con la tradición del absurdo y el recurrente tema de la familia en nuestra dramaturgia. Notamos particulares nexos de esa tríada con la obra de Piñera o con La noche de los asesinos, de José Triana, o Manteca, de Alberto Pedro, o con la versión de Julio César Ramírez a La casa vieja de Abelardo Estorino. Sólo que aquí el sacrificio se consuma y la sangre corre, aunque la presa sacrificada no restablece el orden.

Argos Teatro nos habla siempre de Cuba. Hay un núcleo ideológico en el trabajo del equipo que va conduciéndonos por un discurso montado con ese sentido explícito. Una suerte de ensayo en acción que escudriña, sondea la realidad y sus derivaciones. Carlos Celdrán y su excelente equipo nos hablan, nos llaman la atención a través de una cuidadosa selección de las piezas. Si revisamos – arriba hay un botón de muestra que nos lo anuncia – el repertorio del grupo desde su fundación, podemos vislumbrar un eje duro, una columna vertebral que va conformando un cuerpo de pensamiento, de ideas que reflexionan sobre la actualidad cubana y el ser social ante la continua reestructuración que ha sufrido la nación desde hace más de una década. Para lograrlo Celdrán ha apostado por dos centros, nudos principales, diría yo: el trabajo del actor y la resemantización y resignificación de la historia. Son estos y la calidad de los espectáculos en su conjunto, lo que ha hecho de Argos Teatro una referencia obligada y constante en el horizonte escénico rsx del país. Reconocernos en una biografía colectiva, revisarla y analizarla, ha sido uno de sus mayores aciertos.

Por otro lado, las interpretaciones de Yailín Coppola (Mae), Andy Barbosa (Lloyd) y Pancho García (Henry) nos van arrastrando hacia un mundo ríspido y extraño. Un mundo que llegamos a rechazar y aun en nuestra condición de espectador, volteamos el rostro para no ver. Coppola nos convence en un personaje que oscila entre la dureza y la vacilación, la afirmación y el desespero, el más vulnerable de todos, que lleva las riendas de la casa y quien a veces se muestra tierna, maternal y otras imperativa y ajena. Barbosa encarna a un Lloyd en ocasiones desafiante y en otras, imagen misma de desamparo, como se explica en la obra, por momentos bondadoso y en otros, mezquino. Y Pancho, en una primera parte memorable, contenido y de ausente mirada, dejándose llevar por la “pasión” inexplicable de Mae por Henry, se vuelve rudo y tiránico, en una simulación que le permite seguir sobreviviendo y reacomodarse ante su nueva circunstancia. Sin embargo, no hay salida. Cuando esta se produce, se resuelve trágicamente en una caza en la cual la presa no puede resistirse.

No existe en los diálogos una palabra de más. La austeridad del lenguaje y la brevedad de las escenas facilitan la tensión y la aceleración de los acontecimientos. La música de Carcassés va a imponer, por otro lado, una pauta de gran dramatismo y efectividad entre el público y el espectáculo.

Fango no complace, no quiere hacerlo. Salimos de él perplejos y estremecidos. Nos ha quedado en la pupila un “paisaje después de la batalla”, una suerte de vacío ante lo inevitable de ser también testigo y parte del fango.

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