Tomado del sitio www.cniae.cult.cu

Fango en la escena de Argos Teatro.

Eberto García Abreu

Abril 5 de 2008

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Andy Barbosa y Pancho García en Fango. Foto: Pepe Murrieta

El último estreno de Argos Teatro es un espectáculo duro, amargo y marcado por muchas incertidumbres, tanto para el grupo, como para los espectadores. Fango, escrita por la cubana norteamericana, neoyorquina,  María Irene Fornés, llega a la sede de Ayestarán y 20 de Mayo, dirigido por Carlos Celdrán con las actuaciones de Pancho García, Yailín Coppola y Andy Barbosa.

Mae y Lloyd son dos seres hermanados por las circunstancias. Viven bajo el mismo techo desde muy pequeños y eso les confunde los sentimientos y los instintos. Ellos viven encerrados en sus propias reglas del juego. Son, a fin de cuentas, una familia nacida bajo el manto de la soledad y la pobreza.

 Henry es otro ser solitario sin espacio. Vencido por la miseria y el egoísmo defensivo y agresor, se atraviesa en la vida rutinaria de los amantes hermanos y les hace salir a flote sus más primitivas urgencias materiales, sensuales, afectivas.

Mae, Lloyd y Henry nos muestran en escena una porción de sus vidas cercenadas por la falta de futuro y la austeridad aplastante de la pobreza de alma y de condición de vida. Entre el fango donde viven los puercos a los que hay que alimentar y la necesidad de un cambio hacia una vida más placentera, se debaten los tres personajes. Desde lo oscuro, sus reclamos se lanzan hacia la instintiva necesidad de un poco de tierra o agua limpias que les sirvan de camino emprendedor para sus existencias,  condenadas a permanecer inútilmente enfangadas. No hay salidas. No valen los intentos.

Cerrada como la habitación en la que acontece, la fábula  no deshace problemas, sino que los introduce, los descubre y superpone. La situación dramática rebosa de las cortantes confrontaciones de los personajes y sus pequeñas posibilidades de escapar al entorno y a sus condicionantes personales y sociales. Ellos son los márgenes y nos muestran todo el tiempo, como se vive allí. Esa mirada cruda es la que sitúa en el escenario y, sobre todo en las caracterizaciones, una imagen esencial, arrancada a un fragmento de la realidad que no procura explicar al espectador sus procederes, sino mostrarse tal cual es. La situación de los personajes es el centro de interés, por lo que aparece en la puesta sin adornos o alusiones metafóricas que desvíen la mirada necesariamente cercana de los espectadores.

Carlos Celdrán prescinde esta vez de elaboraciones escénicas complejas y nos presenta a sus actores como el objetivo primordial del espectáculo. Pancho García desempeña la sabiduría y la técnica de su oficio experimentado, con notable dominio. Las fragmentaciones de la acción por las que cruzan los personajes son resueltas por Pancho con seguridad y economía de medios expresivos. Los más bisoños, Yailín y Andy, participan de la experiencia creadora con similares recursos. Sus actuaciones son igualmente precisas, discretas, y por momentos exaltantes. Confluyen los tres en un proceso visible de desarrollo de acciones, sentimientos y emociones derivados de la respuesta individual a la situación en la que viven sus amarguras y ansiedades, en una trayectoria cerrada desde el principio; en un viaje sin destino ni origen.

Fango, más que un diálogo, es un acontecimiento teatral. Las palabras no pesan tanto como los hechos y en ellos se transparentan trozos de una realidad registrada en sus pedazos, sus fragmentaciones asidas por el director en virtud de pequeños e intensos enfrentamientos de los personajes.

La cocina de la casa es todo el universo de Mae, Lloyd y Henry. Ese universo es paradójicamente visible desde la escena, gracias a las transparencias de las paredes que les refugian y las luces que les sugieren virtuales travesías. En esa confluencia de imágenes y destinos para los personajes desde sus ámbitos cerrados, gravita la dinámica espacial de la puesta concebida por Humberto Rosales, Ana Acosta y Manolo Garriga. A ellos se une la austeridad efectista, sugestiva, de la imagen sonora y musical diseñada por Celdrán con la presencia de la música original de Roberto Carcasés.

Nuevamente Argos Teatro nos enfoca la teatralidad desde los personajes. La intimidad requerida por  la confrontación se torna el eje de la trascendencia de su propuesta. Esta vez el hecho teatral se erige desde los actos acaecidos entre seres situados más allá de cualquier centro de nuestras miradas habituales. Desde esos márgenes movedizos se levanta la imagen teatral de este espectáculo que, como bien me advirtió Carlos, es una patada en el estómago. Es un golpe contundente a la banalidad.

Desde los antihéroes que no son tales, pues al final nos sugieren un modo de ser o una condición existencial referente de posturas y actos, los personajes de Fango se ubican en el camino temático y en las preocupaciones sobre los vínculos entre los individuos y sus entornos diversos, abordados en el repertorio de Argos Teatro. Baal, Segismundo, Zucco, Pasolini, Stockman, entre otros, son el soporte escénico y conceptual de Mae, Lloyd y Henry. Ellos nacen de los desencuentros de sus antecesores con sus ámbitos y de las intenciones cuestionadoras que transmitieron en sus apariciones  espectaculares;  pero ahora, las criaturas espectrales que se mueven en escena han renunciado a todo intento aleccionador, a toda trascendencia.

¿Realismo sicológico o sucio  realismo sobre la escena?  La suciedad y el fango contaminan por el comportamiento desnaturalizado de los seres concebidos por María Irene Fornés, quienes arriban a la fábula dramática carentes de un verdadero problema a resolver durante la representación. Las pequeñas cosas cotidianas, enredadas en un diálogo insignificante, se revelan como soportes de una acción contenida, acumulativa, imprevista. Los motivos de los cambios de rumbo en el devenir de los personajes son tan azarosos como sus  vivencias y por eso, quizás, nos sorprendan absurdamente.

El absurdo llega como condición natural inexplicable y no como operación estética o discursiva, pues los hechos generalmente acontecen fuera de escena, en las habitaciones contiguas, en el patio o la calle. Ante los espectadores solo crecen las consecuencias e implicaciones de la acción de los personajes, cual sucesos consumados que no demandan aclaraciones. Los actos dinamizan los acontecimientos dramáticos y obligan a la síntesis, a la edición de acciones físicas y diálogos, puestos ellos en función de la situación, de la atmosfera y la armadura total de los caracteres que se dicen a partir de la densa cadenas de acciones y reacciones que tejen, procurando el sostenimiento de las emociones y sentimientos más profundos. Ese es el vórtice de la batalla que se libra en el escenario, donde la construcción sicológica no es un destino ilustrativo, que ha de ser resuelto con el trabajo de los actores sobre la memoria emotiva, el sí mágico, la fe y el sentido de la verdad y todos los recursos que garantizarían la vivencia stanislavskiana del personaje. De todo eso hay también, pero las pretensiones son otras. Presiento que la transitoriedad, el acontecimiento mismo, el impacto de lo efímero, de lo sutil, de lo pequeño, enmascarado en el grito impotente, en la furia desmedida, en la locura impresionante, son los resortes que hacen mover el Fango de Argos Teatro y Carlos Celdrán.

Por eso la obra renuncia a cualquier complejidad que enrarezca la presentación de  los caracteres y sus contingencias, aisladas de connotaciones sociales más abarcadoras. En semejante desprendimiento puede uno hallar vínculos con el sicologismo realista de la dramaturgia norteamericana, a partir de un referente fundamental en este caso, el Albee,  de El cuento del zoológico. Pero este realismo cruel, intenso, referenciado desde lo gris, ocre, amarillento;  desde los utensilios desvencijados y maltrechos por la reiteración y la carencia de mejores intenciones para el alma aliviar, desde ese cuaderno de lecturas no resueltas o de apuntes ininteligibles, desde esa precariedad y pobreza, lo sucio se desborda de los objetos y los espacios y se enquista en el corazón y los actos de los personajes. Frente a esa suciedad inevitable, la realidad teatral se somete a esa otra que nos concierne cotidianamente, no importa nuestro destino geográfico o histórico. Es por ello que la entrega de Celdrán y sus actores, nos puede hacer pensar también en otros referentes dramatúrgicos de tan alta huella impresionista como Chejov, Triana, Miller, Piñera, Koltés, Müller, González Melo y Revuelta.

En la crudeza de este fango aparentemente distante, también hay poesía y verdad reconocibles,  más allá de los afeites con los que suele llegar a la escena la realidad. Tal desprendimiento merece la osadía del acompañamiento comprometido con una imagen teatral que ha de crecer, bajo circunstancias creadoras renovadas para el grupo y sus espectadores, no solo por la proximidad de unos y otros durante el espectáculo, condicionado por el espacio en que se trabaja y se vive el teatro; sino también,  por la quietud lacerante del diálogo que la imagen misma  quiere sostener con el espectador. Se trata de un diálogo desprovisto de afirmaciones y retóricas conclusiones. La incertidumbre, la sospecha, la desconfianza, la ironía y la indiferencia, se apoderan de la representación y nos obligan a repensar, otra vez, la función social del teatro, sus misiones estéticas y culturales, sus compromisos edificadores.

Argos no detiene su viaje. Celdrán y los suyos no renuncian a sus conquistas, solo que  nos piden vivir el teatro desde posiciones más viscerales, personales, íntimas. Intimidad y humanismo: tal vez sean estos los mejores estímulos para el realismo amargo de Fango, ese que, definitivamente, debemos intuir más que aseverar.

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