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15 de julio de 2006
Chamaco: el más reciente estreno de Argos Teatro
Por: Osvaldo Cano
Foto: Pepe Murrieta
La puesta en
escena de la obra de Abel González Melo acapara la atención
del público que asiste a la sala del Noveno Piso del Teatro Nacional
En los espectáculos producidos por Carlos Celdrán y Argos Teatro
es apreciable un marcado interés por mostrar antihéroes colocados
al margen de la sociedad. Esta preocupación se reitera en el más
reciente estreno de los argonautas. Me refiero a Chamaco, un texto de Abel González
Melo, que sigue acaparando la atención de un público amplio y ávido
desde la sala del Noveno Piso del Teatro Nacional.
Con un lenguaje muy contemporáneo, que trae a la memoria a autores recientemente
asumidos por Argos Teatro como Koltès y Azama, Chamaco narra la historia
de un joven provinciano que lucha a brazo partido por ganarse la vida. El protagonista
es alguien cuya conducta no se ajusta a los modelos habitualmente aceptados por
la sociedad. Hay mucho desarraigo y desorientación en esta criatura ubicada
al margen de los modelos preferenciales. La suya no es únicamente una
crisis de valores o la afiliación a un nuevo e incipiente código ético,
sino también una consecuencia de la precariedad.
Estructuralmente el texto está dividido en cuadros independientes que
no siguen una secuencia lineal sino que hacen avanzar o retroceder el tiempo
según convenga. Esta peculiaridad está puesta en función
de mostrar interioridades, complejidades y contradicciones que acosan a los personajes
y participan activamente en su conducta. Lo que vemos no son solo enfrentamientos
generacionales o filiales, sino también la batalla de unos jóvenes
que buscan a tientas una senda que enrumbe sus vidas.
El autor concibe una intriga donde lo policiaco y lo melodramático juegan
un importante papel. La pesquisa del asesinato y la propia concepción
del texto como un informe son prueba de lo primero. El apego a lo fortuito, a
una casualidad que, aunque posible, es poco probable, está entre
los aspectos que apuntan hacia lo segundo. A favor de Chamaco hay que
decir que
saca a relucir
problemas y situaciones poco exploradas por nuestra dramaturgia.
El montaje de Carlos Celdrán es sencillo, estilizado y funciona con la
exactitud de un engranaje muy bien acoplado. Entre sus virtudes está el
hecho de que recrea con fluidez y claridad la historia. Trabaja sobre el texto
realizando saludables podas y la solución que encuentra para el final
elimina la sensación de que el desenlace resulta abrupto. Como en otras
ocasiones, se esmera en la conducción de los actores, al tiempo que demuestra
haber encontrado un lenguaje propio, un modo personal y efectivo de encarar el
espectáculo. La suya es una poética muy productiva, pues con muy
pocos elementos logra un apreciable número de asociaciones, interpretaciones,
sugerencias.
Celdrán recurre nuevamente a sus colaboradores habituales para conformar
la puesta en escena. Entre ellos se destaca Manolo Garriga con un diseño
de luces que, al utilizar los tonos azules, acentúa el clima gélido
donde se verifican los acontecimientos. Garriga incorpora proyecciones cinematográficas
que insinúan el movimiento descentrado y nervioso de la ciudad, al tiempo
que le confieren una especial textura a los cuerpos y los rostros de los intérpretes.
La escenografía, de Alain Ortiz, está construida a ras de piso.
El diseñador divide el espacio escénico por medio de dos estrados
que delimitan el parque, la calle o las casas. La amplitud de los espacios y
su naturaleza alusiva son dos aspectos que la distinguen. El vestuario, de Vladimir
Cuenca, pone en claro la procedencia, el nivel económico y las inclinaciones
y preferencias de sus portadores. Mención aparte merece la exquisita
banda sonora conformada por el propio director.
En el elenco coinciden intérpretes habituales en las puestas de Carlos
Celdrán, e invitados. Esa es la razón por la cual el lenguaje actoral
es un tanto ecléctico. No obstante, la sinceridad y la interiorización
en las motivaciones y la psiquis de los personajes resultan una constante. Fidel
Betancourt se apoya en las tareas físicas y sin recurrir a gastados estereotipos
realiza una buena faena. Pancho García va de lo dramático a lo
farsesco logrando un depurado trabajo. Laura Ramos derrocha pasión y fuerza
en una excelente hermana mayor. Aunque la labor física de Fernando Hechavarría
contrasta con la del resto de sus compañeros, su accionar es creíble
y veraz. José Luis Hidalgo nos devuelve una muy bien planteada imagen
de su personaje. Deisy Sánchez se desempeña con discreción,
pero sin desentonar. El joven Ulises Peña concibe una buena caracterización
de la peculiar florista.
Con el montaje de Chamaco, Celdrán da continuidad a su diálogo
incisivo y franco. La obra, con su ritmo intenso, su sincronía y precisión,
habla a las claras de un director maduro que sabe lo que quiere y quien ha logrado
nuclear a un público exigente y fiel. La pieza de Abel González
Melo aborda la realidad con un lenguaje contemporáneo y una vocación
manifiesta por iluminar zonas oscuras del presente. Su ascenso a la escena nos
trae a la memoria el teatro juvenil que tuvo su auge en los 80, solo que ahora
la complejidad estructural, el planteamiento del conflicto y las subtramas, entre
otras cosas, nos permiten asegurar que el autor se ubica en un escalón
más alto que sus predecesores.