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Poesía
del dolor
AMADO DEL PINO
En plena veitena, Abel González Melo se ha convertido
en una de las voces más interesantes de la dramaturgia cubana contemporánea.
Hace poco pudo verse su obra Por gusto, que sirvió de trabajo de graduación
a un grupo de estudiantes de la Escuela Nacional de Arte. Ahora Argos Teatro
presenta —en el Noveno Piso del Teatro Nacional— Chamaco, un
texto fecundo en resonancias y de una rica estructura, influida por la
narrativa —que
también ha cultivado el autor— y por un sentido del tiempo
y del espacio con algo de cinematográfico.
Chamaco propone una densidad dramática de hondo parentesco con la tragedia,
que disimula un tanto su poderosa gravedad al tratarse también de una
suerte de sinfonía urbana con visiones o personajes de aparente cotidianidad.
El sexo asumido de forma descarnada, el desamparo, la doble moral, la intemperie
son algunas de las presencias que uno sale rumiando de la sala, aunque sospecho
que lo más importante aquí son las pasiones y en todo caso
el reclamo de asideros que nos protejan de tanto desencuentro.
Carlos Celdrán —después de varios montajes rotundos en las últimas
temporadas— asume aquí un material voluntariamente fragmentado que
reta su demostrada capacidad para adueñarse del espacio y hacer avanzar
las situaciones. Aunque hubiese preferido más naturalidad o fluidez en
los cambios escenográficos, la formidable banda sonora —firmada
por el propio director—, la efectividad y la intencionalidad del diseño
de luces de Manolo Garriga otorgan al espectáculo un ritmo creciente y
aglutinador. Celdrán acierta además en subrayar sutilmente la vocación
social del texto y en no temerle o restarle peso en el resultado final al culto
a la casualidad, que recorre el argumento y que constituyó mi único
reparo cuando conocí esta conmovedora obra de González Melo.
En la solidez del reparto radica la clave fundamental de la puesta en escena.
Fidel Betancourt borda un protagonista a la vez carismático y angustiado,
interno, que comunica tanto con los silencios como con las palabras. Solo le
pediría que proyecte algo más su legítima interiorización
para que no se pierdan matices en su natural, creíble decir. Su contrincante,
Caleb Casas, ha crecido en la proyección escénica y defiende con
contenida emotividad los argumentos de su personaje. Algo similar puede decirse
del experimentado Fernando Hechavarría, muy sincero, hondo, creíble.
Fernando apela a cierta grandilocuencia que lo conduce a ser menos natural que
el resto del elenco. Por momentos, la curva de entonación resulta excesiva,
como fabricada, pero la intensidad dramática que consigue el intérprete
hace olvidar esa cuestionable singularidad.
Pancho García y Daisy Sánchez aprovechan dos personajes formidablemente
escritos. La barrendera de Daisy añade en su sobria y efectiva apropiación
algunos de los acentos más conceptuales de la puesta. Pancho —desde
sus dos radiantes escenas—, resulta decisivo en el ritmo del espectáculo.
Va de lo patético a lo casi humorístico; del dolor a tonos pueriles
de tan desnudos, con una precisión que no temo a calificar de maestría.
Laura Ramos y Yailín Coppola comparten con efectividad la trayectoria
de una criatura entre lúcida y atormentada. Laura resulta espléndida
en el manejo de su voz y su imagen escénica contribuye a la atmósfera
de trascendencia que emana del montaje. A Yailín parecen escapársele
algunos de los matices de la peculiar lírica de las escenas más
cotidianas, pero a partir de la mitad de la función alcanza un poderoso,
auténtico dramatismo. José Luis Hidalgo y Ulises Peña redondean
con rigor esta suerte de ajedrez sentimental y cívico.
Chamaco ha repletado el caluroso espacio que habita Argos Teatro. El público
ha sabido responder con complicidad e inteligencia a la sinceridad, la agudeza
y el desenfado de esta obra a la vez dolorosa y poética.