regresar a página de Aire Frío

regresar a portada

Siempre provocador, cuando el 8 de diciembre de 1962 se estrenó en la sala Las Máscaras Aire Frío, Virgilio Piñera demostró ser capaz de sacudir al teatro cubano con un nuevo y rotundo golpe de efecto. Reconocido hasta ese momento como un heraldo del absurdo y otras tendencias de vanguardia en la escena tropical, logró con esa obra no solo un texto de corte realista que superaba a quienes avanzaban por esa senda, sino además consiguió demostrarnos que lo confesional, tan escaso en nuestra cultura, podía ser una carta estremecedora hacia el espectador. Si los fantasmas de Eugene O´Neill parecían ser un estímulo tras los parlamentos de Aire Frío, su calidad desgarradora y autobiográfica era tal que aquella pieza “sin argumento, sin tema, sin trama, sin desenlace” confirmó su grandeza justo a pesar de esas carencias aparentes, y es de ahí que se alza como un nuevo modelo, que al negar resortes propios del teatro realista al que aparenta pertenecer, lo modifica y enclava en un sentir cubano, donde el tiempo de la familia Romaguera, la biografía misma de esa otra familia tebana, como remedo de aquella que Piñera imaginó en su Electra caribeña, deviene símbolo de la Nación, de las miserias y alegrías en la escala que aún sigue convocándonos. A medio siglo de aquella premier que dirigiera Humberto Arenal, Aire Frío regresa a la escena de la Isla, gracias a Argos Teatro y Carlos Celdrán, que la ha escogido como título para redondear sus quince años de esfuerzos en las tablas. No sé, desde aquí, cómo expresar la satisfacción que esas coincidencias nos permiten, permitiéndonos a la vez mirar en otro espejo a un clásico estremecedor, y retribuir, con largos aplausos, a un grupo cardinal de lo que significa también hoy, en Cuba, hacer del teatro una fe de vida que logra convertir, también, en metáfora de la familia teatral a los miembros de este grupo imprescindible.
Aire Frío, es, ya se sabe, la deslavazada historia de la familia Romaguera, condenada a las cuatro paredes de una casa que, como ellos, ya es un personaje venido a menos: una ruina que sobrevive a la miseria incluso a pesar suyo. Al centro, está Luz Marina Romaguera, una mujer que irradia amargura y ánimo de lucha, defendida apenas por su implacable sentido del humor y una filosofía aprendida a golpes contra su máquina de coser, el calor, y una autoconciencia que la convierte, a su modo, en un personaje trágico. Trágico, a la cubana, lo cual es decir, piñeriamente: una heroína que se ríe constantemente de su angustia. Su hermano Oscar, Angel y Ana, sus padres, el resto de los personajes que entran y salen de esa pequeña sala donde el único cambio será una lámpara de luz fría, la escucharán quejarse por culpa de un calor que no es solo climático, sino por ese estado de ánimo que se resuelve en pequeñas agonías cotidianas, y que Piñera definió con parlamentos que parecen escritos ayer. Es por eso que Argos Teatro ha renegado del gesto de museo, y avanza sobre Aire Frío con la mirada aguda de quien reconoce en esos diálogos algo que ha perdurado y nos iguala por encima de las contingencias. Aire Frío, de Argos Teatro, es una pieza de hoy y para hoy. Lo que no quita que dentro de unos años, si volviéramos los ojos a esta puesta en escena, pudiésemos otra vez, con Luz Marina, decir algunas de sus verdades más arduas en voz muy alta.
El espectáculo de Argos Teatro es fiel, una vez más, a la poética del director, quien ha ido despojando de aderezos y ornamentos sus empeños, para llegar a la médula de lo que sus personajes nos dejan saber. La impecable escenografía de Alain Ortiz, la banda sonora de Denis Peralta, el vestuario de Vladimir Cuenca y las luces de Manolo Garriga se confabulan en esa mirada transparente a una obra a la que le han sido arrebatados los elementos narrativos que la circunscribían a la biografía que Piñera nos ofreció. Sin los referentes que reducían a las décadas del 40 y el 50 del pasado siglo a estos personajes, la pieza de Piñera sigue demostrando su validez en tanto crónica de una manera de ser que sobrepasa la estrechez de esas fechas para, como el director pretendía, convertirse en una biografía secreta de los años más cercanos. De ahí que los cortes ayuden a Luz Marina a ser el retrato de tantas cubanas y cubanos de ahora mismo, entendida su terquedad desde el hoy, viviéndolo todo desde un hoy en el que los parlamentos del autor ganan una nueva resonancia, y al mismo tiempo, se hacen más hirientes al decirnos en esa nueva dimensión que ciertas cosas no han cambiado, ni parecen dispuestas a hacerlo. La sutileza con la cual esos elementos limpian el polvo que pudiera haber caído sobre la obra son el acento más firme de la relectura, pues sin necesidad de didactismo ni nota explicativa, esa modulación llega al público, y vuelve a ponernos en sintonía con una obra que más que ser mirada, nos mira a nosotros sin asomo de falsa piedad.
Si como lector que admira y conoce profundamente he llegado a extrañar algunos parlamentos que se ausentan ahora (“Yo sé que a esa clase de gente, las ratas como nosotros, solo las entrevemos entre dos relámpagos”, dice Luz Marina en el original), ello no constituye un obstáculo que me impida celebrar la inteligencia del nuevo arreglo dramatúrgico. La conversión de una escena en llamada telefónica que agiliza su paso por escena es tan útil como la progresión del tiempo planteada en términos de iluminación, que con su decursar nos deja sentir e intuir el drama interno de los Romaguera. Celdrán ha demostrado ahí también su capacidad para aprehender lo que le es estrictamente necesario, y en este montaje de líneas severas, donde los mismos y únicos muebles apenas cambian de lugar, nos dice también, de ese modo, cuán necesitados de algunos desplazamientos estamos ya en una vida demasiado estática.
La familia Romaguera gana su verdad sobre la piel y el desgaste que exige de sus actores. Y esa garantía es indudable en el trabajo del elenco todo. Si Yuliet Cruz se consagra definitivamente con un rol que demanda tanto, haciendo no solo una muy digna Luz Marina, sino convirtiéndose en esa Luz Marina de hoy, rindiendo tributo silencioso a Verónica Lynn, Miriam Learra, Isabel Santos y otras intérpretes del mismo rol; no menos puede decirse del desempeño riguroso de Verónica Díaz, Pancho García, José Luis Hildalgo, Waldo Franco y Alexander Díaz, a quienes se añaden Edith Obregón y Rachel Pastor como la vecina Laura y en simpática aparición el actor invitado Michaelis Cué. Cuidadas cadenas de acciones, desplazamientos limpios y seguros, matices múltiples en una obra que reclama hacer visible el desgaste progresivo de sus roles, sostienen esos empeños, enriquecidos por detalles que no por mínimos dan un nuevo color a lo que vemos. Basta ver a Yuliet Cruz entrando en su entrada del segundo cuadro del primer acto, cuando con solo una mirada de odio califica al resplandor caluroso que entra por la ventana, para sentir de qué modo ella es nosotros, y nos agobia con su desespero tan auténtico.
Aire Frío empieza apenas a sentirse entre nosotros. Como un Piñera que regresa, como un Piñera de ahora y necesario. Sospecho que volveré a ver este montaje unas cuantas veces. Y ello me ayudará a ver crecer aún más a los actores, a sentirlos cada vez más dueños de lo que son y nos invitan a ser. Los aplausos de este montaje dilatan los de aquel estreno de 1962. El año Piñera, el de su centenario, ha comenzado. Que sople sobre nosotros su aliento ese nombre mayor, y podamos, como ha hecho Argos Teatro, rebasar el simple homenaje para decirnos de modo tan rotundo por qué volvemos a las páginas de este hombre tan extraño. Por qué somos, sin saberlo acaso, personajes en la foto de este, y de tantos, momentos de Aire Frío.


 

 

 

regresar a página de Aire Frío

regresar a portada

 

AIRE FRÍO: VIVIRLO TODO DESDE HOY

Por Norge Espinosa Mendoza.