Me gustaría hacer, ahora, la pregunta imprescindible que se impone en un momento como éste: ¿Qué ha sido y es Argos Teatro? ¿Qué ha visto desde su centro, que ha querido mostrar con insistencia hacia afuera? ¿Qué ha construido en el imaginario teatral de esta ciudad? ¿Ha construido algo? ¿Se podría definir, debatir ese algo fundamental? Si celebramos algo hoy, al pie de estos 15 años, no es solo la entrega de tantos artistas, de tantos jóvenes que creyeron en este empeño, lo hicieron suyo y nos dieron sus fuerzas y energías, celebramos sobre todo, ese algo inmaterial, esa sustancia que hemos derramado sobre los que nos han venido a ver cada noche. Celebramos algo de lo que no estamos seguros de si existe, aunque sepamos que sí existe. Celebramos un acento, un rasgo, una imprecisa vocación, algo que no podemos explicar con las palabras adecuadas, pero que es la esencia del teatro que hemos hecho y de las imágenes que hemos lanzado a la oscuridad de la platea, el peso de un lenguaje que ahora, en la hora de celebrar, se nos escapa.
Celebramos, entonces, hoy, lo que ustedes han visto y recuerdan de lo que hemos hecho. Si existimos, si Argos Teatro es algo definido, y no solo el grupo de personas que en distintos momentos de su historia nos hemos reunido a penetrar con ahínco un universo de problemas y de seres que nos justificaran luego en el escenario, deberá ser lo que ustedes han percibido: esbozos de una poética, de una visión de las cosas, la agilidad de un pensamiento que a tientas les convenció de quedarse en la sala y acompañarnos. Somos eso que ustedes conocen, eso que ustedes saben, ese saber impreciso que ustedes palparon y quizás olvidaron, pero que en algún momento, cuando vuelven a decir nuestro nombre, ese Argos casi cursi que mucho o nada dice a primera vista, puede reaparecer como aparece un olor conocido en la memoria. Esta definición proustiana de definir lo que un teatro es, más allá de sus efemérides, sus anécdotas, sus premios, sus estrenos, su memorabilia; resulta una buena aproximación a la verdad intangible de lo que juntos hemos pretendido empujar hacia afuera, hacia ustedes.
Dejo en manos de los aquí presentes pensar qué celebramos cuando decimos que celebramos nuestros 15 años. No serán la entrega o la pasión, ya que en sí mismas son esencias del trabajo teatral. Si celebramos algo deberá estar en otra parte el sentido de la fiesta, en esa otra parte donde están las razones creativas que nos han unido tanto tiempo, pese a los contratiempos, las diferencias, las prioridades, las enfermedades, las vicisitudes.
Mientras se organizaba esta celebración revisé las fotos del grupo, vi los rostros, los que están y los que no, los ojos, las expresiones, la ilación sumergida y detenida de tantas dramaturgias, de tantas clarificaciones resumidas en un instante. He hablado mucho, cada vez que me refería a lo que buscaba en mi teatro, de transparencia. La palabra se ilumina, para mí, cuando veo la transparencia de esas fotos, que dejan entrever el rostro de las personas y de los personajes fundidos en la luz blanca de los focos. Si consideramos que celebrar es definir lo que has sido y eres, podría quedarme, entonces, con la transparencia, esa débil metáfora que me ha auxiliado una y otra vez, portadora, no de un estilo o una estética homogénea o un método único de trabajo, cosas que nunca hemos buscado como finalidad en Argos Teatro, sino paridora de una visión de lo que puede ser el trabajo del actor, la búsqueda de un comportamiento escénico, límpido y raigal, para el actor, ligado a su experiencia personal y a la biografía colectiva del equipo, que ayuden, con su claridad y afinación, a definir lo que para nosotros el teatro debería replantearse con urgencia redoblada hoy en Cuba: el escenario de la civilidad. Una visión de un teatro que reconstruya, escénicamente, el comportamiento dinámico de la vida, no por el gusto de afiliarse a una estética, sino por su decisión de transparentar la complejidad rabiosa de la existencia actual desde el accionar de sus protagonistas. Necesitamos hombres y mujeres, complejos, dinámicos en el escenario, y a su vez, actores capaces técnicamente de realizar el acto esencial que ello conlleva.
Por alcanzar ese sueño teatral hemos permanecido aquí estos quince años que ahora celebramos.
Para terminar quiero agradecer a cada actor que ha pasado por este grupo tan particular, tan descentrado, tan abierto en su estructura interna, que parece a veces no ser un grupo, aunque sabemos, que si lo es, sería sobre todo, por esa cualidad de estar siempre a punto de no existir más allá de las personas que lo componen en cada momento. Un grupo sin la coerción física de un grupo, un grupo que renueva su pacto cada vez que empieza un proyecto con gentes curiosas, polémicas, urgidas de analizar la Realidad. Más que un grupo, un espacio donde hallar alivio en la lucidez y la sinceridad intelectual. En mi caso personal, un espacio para exorcizar la oscuridad y la zozobra. La transparencia es eso también: libertad, sinceridad, posibilidad de movimiento y de pensamiento. Un país abierto. Amistad más allá de las desavenencias, la discordia y la desunión en que vivimos. Un espacio para ejercer la civilidad y encontrar la belleza, donde sea posible trabajar con la intensidad del primer encuentro y la rapidez apasionada de la vida.
Muchas gracias
Dossier publicado por la Jiribilla con motivo de los 15 años de Argos Teatro
La Habana. Año X.
25 de FEBRERO
La Habana. Año X.
25 de FEBRERO
al 2 de MARZO de 2012
EL OJO DE ARGOS
Maité Hernández-Lorenzo • La Habana
Lo que mira, nos mira. Es un juego de espejos, ondas sobre el agua que se expanden hasta sumergirnos en ellas. Lo que vemos nos asusta, conmociona, conmueve: nos delata. Verificamos en él lo que somos y no somos.
Ahí se construye la dramaturgia de una nación en un tiempo asaeteado, corroído, disperso, a punto de dispararse. Ese instante, ese momento inasible en el que alcanzamos nuestra (in)definición mayor, es el que nos devuelve la pupila crítica y penetrante de Argos Teatro y Carlos Celdrán.
Durante estos 15 años, Argos ha confirmado ser el efecto de una generación, sin responder forzosamente a lo etario, una generación en espíritu, en vocación, en ímpetu, que se comprimió y reventó en los 90. Pero esa explosión —sentimental, ideológica, familiar, íntima, estética— que encajó sus esquirlas en lo más hondo de la carne viva de este país, se volvió una implosión, un (in)xilio filoso, apuntador, hiriente y utilísimo.
La tríada, 1996
De la experiencia próspera, e incómoda para algunos, de los 80, al golpe demoledor, áspero, sombrío de los 90. ¿Cómo traducir la angustia, el desequilibrio? ¿Cómo construir sobre los escombros y sobre la nada? ¿Cómo hacerlo visible? ¿Adónde ir? ¿Qué mirar? ¿Qué esperar? ¿Cómo hacer poesía de la catástrofe, de la pobreza de espíritu y del espíritu de miseria?
En ese tránsito: acumulación, búsqueda, ensayo, negación, aprehensión, descarte y la poesía del teatro, de la imagen y de las ideas, de una historia sentimental e intelectual del individuo puesta en valor sobre un escenario vibrante. Un relato sobre nosotros mismos, una historia común sobre los desgarramientos del ser y de su verdad (Baal, Roberto Zucco, El alma buena de Se-Chuán, Vida y muerte de Pier Paolo Pasolini, Stockman, Fango, Fin de partida). Una escena temeraria, cruda que nos apunta desde el tabloncillo de Ayestarán y da en el blanco que somos. Del lado de acá, el espectador adentrado en su fecunda sombra, pasando por el pesimismo necesario o por el esperanzador lugar común de que somos algo más que inmóviles testigos.
Vida y muerte de Pier Paolo Pasolini, 2004
Argos Teatro ha sabido darle cuerpo a la duda eficiente; a mirarnos y espantarnos, a ponernos bajo sospecha. ¿Qué hay después de una función de Argos Teatro? Una experiencia política que nos sacude, política en su sentido más sabio y duradero, nos pone en relación con la polis (que gracias a la imaginación de Abel González Melo, el dramaturgo más representado, es una ciudad sumergida, de nuevos barroquismos escondidos, off-polis, por donde viaja también el alma inquietante de la nación).
Historias sucesivas de fracasos. Uno tras otro. Pendiendo sobre la nave: la Cuba oculta y ocultada, Bernhardt, Sontag, Vicente, Flora, el actor-sujeto de aquí y ahora, la palabra anclada en la hondura de la realidad más real; y con ello, la mente inquieta, paridora, iluminada de Carlos. No hay horizonte plácido, ni cantos de alabanzas en el viaje con Argos. Dureza y reflexión. No vamos a gozar. El gozo es íntimo, en solitario. La broma, una carcajada dolorosa, zozobrante.
No es solo una lectura de Cuba. Sus montajes ponen en sentido el desasosiego, la crisis del hombre contemporáneo. En sus espectáculos asistimos a escenarios de tensión entre ejes de poder y espacios “sensibles”, permeables. Cada una de sus puestas verifica ese afán de supervivencia, de rivalidad con la vida. Desde Baal, en el sótano de Buendía, comprimida y veloz, o Fango y Talco, igualmente apretada pero lenta.
Fango, 2008
Argos expone un rittornelo, visto también en su diseño escenográfico y disposición espacial de los actores, quizá más ampuloso en Vida y muerte de Pier Paolo Pasolini y en Stockman, pero rittornelo igual, en que los ejercicios del poder político real, como diría Rancière, “el poder policía”, encarnan en personajes sin escapatorias.
Pero el summun de ese proceso y culminación de estos tres lustros, es Aire frío, de Piñera: los Romaguera, canónico retrato del fracaso, individual y colectivo. La comprimida historia de 20 años de sufrimiento, pequeñas traiciones, y, nuevamente, esas sutiles y eficaces operaciones de poder y sumisión hacia el interior de una familia que expresa, ferozmente, el espejo de lo que hemos sido también. Las pequeñas maniobras, como le gustaría decir a Virgilio, que nos ayudan a vivir, a “ir tirando”. Y en medio de la calamidad, la posibilidad del invento y la tragicomedia en que vivimos el día a día: el ventilador, el inodoro, la herencia, las gallinas y el guagüero de Luz Marina. Y “La gran puta” como telón de fondo. Nada escapa. La ilusión de que esas estrategias puedan (re)inventar un horizonte posible, una fuga del paisaje patético que corona ese sofá con la tripa afuera, ese sofá que ya no puede sostener más el peso de una familia, de una isla.
Aire frío, 2012
Ese mundo cerrado que Talco construye no solo desde el texto de González Melo, sino también desde la escenografía de Alain Ortiz y que la cercanía de los actores confirma, en Aire frío parecería ampliarse por un rayito de luz que permanentemente invade la sala, único escenario de negociaciones, negaciones y rendiciones de cuenta. Esa luz, quemante a veces y en otras, plácida, que embellece el rostro ajado de Luz Marina, mirando el vacío y a la espera de nada; sudando nuestra fatalidad.
Otra vez Celdrán lee su país en el teatro y del teatro hace su país. En ese ejercicio de imaginación y desgarramiento, nos arrastra y nos remueve. Entonces, que la nave zarpe.
Celdrán enriquece la tradición
Amado del Pino • La Habana
Fotos: Maribel Amador y Cortesía de Argos Teatro
Apelo a un nombre propio en el título porque la formidable labor de Argos Teatro en estos 15 años tiene un claro protagonismo en la figura de su líder y director. Ahí podríamos entrar en consideraciones sobre lo individual y lo colectivo que desbordan el tema que nos ocupa. Anoto de prisa que la falsa modestia, la supresión del yo por considerarlo grosero, el uso confuso del nosotros cuando “no pega”, “no toca”, “no encaja”… es un vicio disfrazado de virtud que nos ha perjudicado como sociedad.
Arranco este paralelo por esa misma condición de grupo con una cabeza artística evidente y aglutinadora. Teatro Estudio se organizó —desde su fundación en 1958— a partir del poderoso magisterio de Vicente Revuelta, el prestigio como actriz y las dotes organizativas de su hermana Raquel. Esa titularidad no impidió que la obra de Berta Martínez, de Abelardo Estorino, de Armando Suárez del Villar y en un período de Héctor Quintero aportaran —y mucho— al repertorio y las conquistas artísticas de la compañía.
En Ocuje primero y después en Teatro Irrumpe el liderazgo de Roberto Blanco resultó siempre indiscutible. Ahí se da el caso de un creador —además un auténtico aglutinador— que tras una pausa de más de una década logra restablecer las bases productivas y sobre todo estéticas de su agrupación. Estuve cerca de Blanco y —aunque podía ser cotidiano, risueño, informal a ratos en su cotidianidad— realmente imponía un natural respeto por la cultura acumulada, el dominio de la técnica, la visión precisa y sostenida de sus búsquedas en el teatro. No olvidaré el clima especialmente fecundo de aquellos ensayos generales de Mariana, su apropiación de la Mariana Pineda, de Lorca. En ese momento trabajaba como asistente de dirección de Roberto Blanco Carlos Díaz, otra figura importante de nuestra escena actual.
Celdrán —como Blanco, los Revuelta y en buena medida su maestra más directa, Flora Lauten— ha sabido manejar y vertebrar muy bien su equipo. Manolo Garriga lo acompaña desde la arrancada en las luces y para el vestuario ha contado las más de las veces con la maestría de Vladímir Cuenca o ha disfrutado del crecimiento de Alain Ortiz como escenógrafo. De las bandas sonoras —formidables casi siempre en las puestas de Argos— suele ocuparse Carlos directamente, tras intensa búsqueda y asesoría. Tengo la experiencia en el proceso de Reino Dividido —mi texto que asumió Celdrán— y del cuidado del creador escénico para encontrar la mejor atmósfera sonora.
Reino dividido, 2010
También los maestros, los antecedentes que nutren la continuidad que significa un director como Carlos Celdrán se rodearon de equipos no solo talentosos sino habituales. Por poner dos ejemplos, la espléndida música que Sergio Vitier creó y dirigió para los espectáculos de Blanco o el sustancial aporte a la visualidad de buena parte de los montajes de Teatro Estudio que firmó Saskia Cruz. Podría agregar la larga y tan provechosa colaboración de la ya clásica compositora Marta Valdés con las puestas de Estorino, Berta, Suárez del Villar o los Revuelta.
La relación de Celdrán con sus antecesores se aprecia también en elementos más directamente creativos. Ya se sabe que su formación se da en Buendía. En entrevistas y en los enjundiosos textos ensayísticos que ha escrito, Carlos reconoce que en Flora vio sobre el escenario lo que nutría el caudal de sus lecturas estudiantiles. Celdrán —y podría servir de ejemplo también en esto— no se apuró. En años de apogeo de Buendía se encuentra su crédito en el humilde lugar de la asistencia de dirección y a veces —firmándola o no— en la asesoría. Es natural que los jóvenes artistas padezcan la prisa pero en la mayoría de los casos los más cuajados frutos se logran si el creador prefiere formarse y mezclar la humildad con la confianza en sus posibilidades.
Cuando “se instala en casa aparte” con Argos Teatro, Celdrán tiene por una parte el aprendizaje de Buendía, el mucho teatro visto en diversas plazas del mundo, la constante sed de lectura que siempre lo ha caracterizado y también una crítica o un estar de vuelta de la experiencia de la Creación Colectiva primero y del llamado Teatro de Imágenes después. Entonces, aquella base práctica y conceptual la deja como sustrato pero relee a Stanislavski, piensa en Brecht, lo lleva brillantemente a las tablas con El alma buena de Se Chuán y —enfrentando la desventaja de un arte efímero, escrito en el aire y la leyenda— se remite a la obra de los maestros de nuestra tradición inmediata. El propio Celdrán ha contado muy bien el encuentro con Blanco en Venezuela y de sus vínculos con Vicente se ha hablado más. Muchos intuimos un homenaje a Revuelta —también a Virgilio Piñera— en la inolvidable caracterización de Alexis Díaz de Villegas en Vida y muerte de Pier Paolo Pasolini, el montaje de Celdrán a partir del texto de Azama que sigo considerando entre lo mejor de nuestro teatro en los últimos lustros.
Omar Valiño hablaba hace poco de la relación de Vicente con Celdrán por la voluntad de prescindir de lo artificioso y centrarse en las ideas y las esencias. Comparto ese criterio y le sumo que en ambos creadores se da una labor muy profunda y sostenida en el ámbito de la actuación. Carlos —como sus mejores maestros— no “mueve” actores en un espacio; no se limita a sacar partido de lo que le llega sino que construye, edifica, a partir del talento y las condiciones naturales del intérprete. Este tema daría para una reflexión aparte, pero anoto que ahí este creador suma la capacidad pedagógica a sus otras virtudes como hombre de la escena.
La huella de Blanco es menos evidente en lo conseguido hasta ahora por Celdrán con su Argos Teatro. Creo que está en la mezcla de lo cubano con una universalidad dada por el rigor y la ambición sobre todo. Tal vez a Roberto le importaron más algunos temas de los que se consideran clásicos de nuestra nacionalidad —historia, espiritualidad afrocubana— pero Celdrán ha ido —también sin apurarse— dialogando con la dramaturgia cubana. Chamaco y Talco, de Abel González Melo, mi Reino… y ahora Aire frío, esa obra mayor de Virgilio Piñera, dan fe de ello.
Aire frío, 2012
En una comparación exterior con Vicente, Flora Lauten o Roberto Blanco, podría señalarse que a diferencia de estos grandes, Carlos no es actor. Sin embargo, Celdrán es un especialista en la interpretación. Probablemente nunca subirá al escenario en ese hecho de presentación de resultados que constituye un estreno o una función de temporada; pero en el momento de mayor energía creadora, en el laboratorio, la fábrica de ilusiones que es el proceso de ensayos, enseña, muestra, indaga, juntando el caudal teórico con sensaciones o soluciones prácticas.
Por último, pretendo seguir esta continuidad en un aspecto que se tiene en cuenta pocas veces y resulta esencial. Me refiero a la dramaturgia de la puesta en escena. Celdrán se formó como dramaturgo y —aunque hace rato, según sus confesiones, no escribe nuevos textos y los antiguos prefiere desconocerlos— su visión del uso de la palabra, la construcción de los personajes, la selección de los elementos dramáticos es uno de los puntos fuertes de su labor como director de escena. Sabe Celdrán que cada título —en un arte tan social y de la comunicación como el teatro— tiene sentido en un tiempo, para un público, en debate con una circunstancia palpitante y concreta. La jerarquización temática y la intencionalidad expresiva son otras dos virtudes que distinguen a este creador y su colectivo.
(ARGOS TEATRO SEGÚN ABEL GONZÁLEZ MELO)
El pan con un cuchillo adentro
Marilyn Garbey • La Habana
Fotos: Cortesía del entrevistado y de Argos Teatro
Un diálogo con Abel González Melo, autor de Chamaco, el primer texto hecho en Cuba que Argos Teatro subió a escena.
Tu primer acercamiento a Argos Teatro fue como espectador y como investigador. ¿Cuáles fueron tus motivaciones para estudiar la estética del grupo?
Desde que vi, en el sótano de la iglesia de Teatro Buendía, la representación de Baal, de Bertolt Brecht dirigida por Celdrán, me atrajo el mundo sumergido que a este director le interesaba desvelar. Era 1998 y yo comenzaba mis estudios en el Instituto Superior de Arte. De entonces a la fecha he asistido a la totalidad de sus espectáculos, que ya suman 15 en 15 años. A través de sus ojos, descubrí muchos textos que después leí, como El alma buena de Se-Chuán, de Brecht; Roberto Zucco, de Bernard-Marie Koltès; Vida y muerte de Pier Paolo Pasolini, de Michel Azama; Un enemigo del pueblo, de Henrik Ibsen. Esas obras fueron mostrándome un tipo de dramaturgia que me interesa, basada en grandes protagonistas que tienen ante sí dilemas realmente agónicos: personajes que actúan desde la desesperación que les impone su entorno, con sus propias locuras, sus miedos y frustraciones. Fui escribiendo críticas sobre estas puestas y publicándolas en distintas revistas. Luego uní esas y otras apreciaciones en el capítulo “Una mordaza a su medida” de mi libro Festín de los patíbulos. Poéticas teatrales y tensión social (Premio Alejo Carpentier, Letras Cubanas, 2009), donde hago un repaso de mis visiones del teatro de Celdrán hasta 2006 desde una óptica cómplice, trazando el sitio real de Argos Teatro en el panorama teatral cubano, su valor como núcleo en el centro de la polis, la legitimidad de un grupo que edifica metáforas sin ser obvio ni estridente, sin utilizar recursos fáciles como el desnudo innecesario y reiterado y la nómina de actores de la televisión.
También en lo formal, de Argos me atrajo la elegancia de sus representaciones, la huida del petulante barroquismo, la tenacidad por dejar las fábulas en las vísceras y hablar desde el horror de nuestras miserias actuales, yendo a las claves del conflicto individual (defendido siempre por actores muy bien dirigidos) para, desde ahí, ofrecer su criba de la Isla y del mundo.
Fuiste el primer dramaturgo cubano que Carlos Celdrán llevó a escena. ¿Cómo se produjo el encuentro entre Abel González Melo como autor y Argos Teatro?
Estuve siempre cerca de Celdrán, siguiendo su teatro, empapándome de él. Fue inevitable que las obras que él puso, primero en Loma y 39 y enseguida en el Noveno Piso del Teatro Nacional, me contaminaran en los comienzos de mi andadura como autor. O mejor dicho, en el momento en que dejé a un lado mis ejercicios escolares y escogí un camino (temático, estructural, vivencial) para contar mis historias. Baal, Zucco y Pasolini (los espectáculos tanto como los caracteres protagónicos) me dieron un impulso definitivo en esa elección.
En 2004 ya yo era amigo, por haber estudiado juntos en el ISA, de Fidelito Betancourt, que acababa de estrenarse con Celdrán en el Ninetto Dávoli de Pasolini. Él había estado implicado en la primera lectura que se hizo de Chamaco en abril de 2004, dirigida por Alberto Sarraín, dentro de un ciclo que organizamos desde la Casa Editorial Tablas-Alarcos en el Guiñol. Y le había hablado a Celdrán de Chamaco. Celdrán estuvo en esa lectura y, a la salida, en el lobby del Guiñol, se me acercó y me saludó con entusiasmo. Me dijo algo así como “Me gustaría contar esta historia”. Yo sentí un escalofrío. Para mí significaba todo que un director consagrado como Celdrán, probado internacionalmente desde los 90 con La cándida Eréndira, de Buendía y en el propio 2004 con el suceso que significó Pasolini en La Habana, me dijera esto.
Celdrán estaba en su súper boom y de pronto se acercaba a escuchar mi Chamaco y se sentía entusiasmado por el mundo que yo retrataba, por la forma en que lo mostraba. Entendía, acaso sinuosamente, las conexiones con su propia obra, y de algún modo creo que se sentía feliz de hallar un texto cubano mediante el cual pudiese plasmar las inquietudes que le acosaban y que había materializado a través de dramaturgias extranjeras. Tuve una especie de confusión, no entendí en principio si aquella propuesta de Celdrán significaba que quería estrenarme en Argos. Y sí era, afortunadamente, así.
Celdrán me estrenó en el Teatro Nacional de Cuba en mayo de 2006, tres meses después de su exitosa Stockmann, y ese suceso, de repente, me “ubicó” dentro del mundo teatral cubano. No quiero que esto suene pretencioso, lo explico tal cual lo creo. Sin el estreno de Chamaco en La Habana por Celdrán y Argos, mi obra aún no tendría un eje. Gracias a los rostros de esos actores y a sus cuerpos metidos en mis personajes, alcancé una realización y un conocimiento que me acompañan hasta hoy.
Supe, de un día para otro, lo que era ser un autor teatral. Allí están Laura Ramos y Caleb Casas como los bellos hermanos Depás, juntos para siempre en mi memoria; José Luis Hidalgo en su tremenda caracterización del policía; Yailín Coppola, Deisy Sánchez, Fernando Hechavarría, Ulises Peña. Allí está el extraordinario Pancho García en un memorable tío Felipe, con el que obtuvo, para mi orgullo, todos los premios de actuación de 2006. Y Fidel Betancourt, fundido con Kárel Darín en el imaginario de quienes lo vimos.
Era toda la maquinaria de Argos, que yo tanto había elogiado y admirado, en función de Chamaco: las luces de Manolo Garriga, los vestuarios de Vladimir Cuenca, la escenografía de Alain Ortiz, el trabajo de muchos técnicos… Luego, en 2007, la obra se repuso en la salita de Ayestarán y 20 de Mayo, y Javier Fano y Yasmany Guerrero se sumaron al elenco. Celdrán tensó la propuesta primera del Teatro Nacional y halló una concentración y un acento para hablar “en cubano” de cosas universales, y para, mediante los temas difíciles que mi obra despliega y la estructura fragmentada en flashazos, hallar una concreción y una particularidad sobre el escenario.
Chamaco, 2006
A favor de la elección que Celdrán hizo de Chamaco, jugó también que él mismo, junto con Carles Batlle, Reinaldo Montero y Alberto Virella, tuvo ocasión de premiarla en el Concurso de Dramaturgia de la AECI y la Embajada de España en Cuba, en 2005. De ahí que la Embajada, junto con el CNAE, produjera el espectáculo, y también que la Editorial Ñaque se encargara de la edición del texto, en un pequeño libro con fotos del espectáculo.
Chamaco y Talco reflejan el lado oscuro de La Habana y los protagonistas son seres marginados, que mueven al rechazo o a la compasión. ¿Por qué crees que esa visión desgarrada de nuestra contemporaneidad encontró ecos en Argos Teatro?
No puedo escribir sobre lo que no siento. De alguna manera mis personajes muestran mi disconformidad personal con muchas cosas, la dificultad y la melodía que percibo en el contexto, las fluctuaciones de la felicidad inasible y del amor que se escapa. Son mis temas desorbitados y, en sus regiones de franqueza, acaso sedujeron a Celdrán. Ahí hubo un pedacito de conexión que comenzó a hacerse poderoso.
Creo que en muchas cosas tenemos opiniones convergentes, quizá en lo que respecta al desvanecimiento utópico y a la búsqueda inclemente de una verdad que salve al individuo de la debacle social. No sé. Hablo de gente insatisfecha porque en la realización no encuentro el drama: lo encuentro en la desfachatez y la intemperie. Hablo del pan con un cuchillo adentro que hace daño justo cuando es mordido. Quiero contar las cosas con sencillez, siendo real por los comportamientos que defino y por la forma en que mis personajes se cruzan, se atropellan, se rematan. Ese, creo, es el punto que a Celdrán le interesa, el de la complejidad de sujetos que muestran conductas inesperadas debido a una acción concreta. Esa síntesis es la que me ha unido a Argos y a Celdrán. En Talco el universo conflictual está reducido mucho más que en Chamaco, y eso lo aprendí del propio interés de Argos por despojar el artificio teatral de lo accesorio y dejarlo en la médula.
Los procesos de montaje entrañan la reescritura del texto para la escena. ¿Qué relación tuvo el dramaturgo con los actores y con el director de Chamaco?
Celdrán es un director tan minucioso, tan inteligente y tan entregado que termina conociendo tu texto más que tú mismo. Con Chamaco pasó eso enseguida. Me senté con él y fuimos estudiando cuadro a cuadro la estructura de la obra. Ese proceso me evidenció que el trabajo junto al director es algo ineludible en el proceso teatral, sobre todo si el director sabe hacia dónde va. Recuerdo que amplié bastante toda la escena del juego de ajedrez entre Kárel y Miguel, pues Celdrán sentía que en este momento debía salir más el mundo interior de ambos. Era cierto: ahora veo el desarrollo de la escena que quedó fijada y no me la imagino de otra manera. Escribí también algo para La Paco que finalmente desechamos. Sí ajusté muchas cosas pequeñas, detalles y expresiones. A Carlos le gustó siempre la manera en que yo ponía a dialogar a los personajes, y a mí me fascinó que él me fuera guiando, con sus sugerencias, hacia el camino de la eficacia dramática, esa que solo se descubre sobre las tablas. En el montaje él se encargó de que todo tuviera el tono justo, yo vi la propuesta muy cerca de su estreno y respeté sus decisiones: mi confianza en Celdrán fue, y es, absoluta.
Chamaco, 2006
A los actores, a quien tanto agradezco, los entrevisté durante la temporada de la obra en 2007, quería que me dieran el testimonio vivo de lo que había representado para ellos el proceso de Chamaco, los puntos de contacto con sus realidades y lo que significaba la primera obra cubana montada por Celdrán dentro de sus trayectorias profesionales. Lo que me dijeron lo publiqué en El Caimán Barbudo y luego en Festín de los patíbulos. Eran actores de un gran nivel de profesionalidad, de una entrega plena al laboratorio y a la disciplina que Celdrán generaba. Chamaco en Argos fue el descubrimiento de que el teatro es sudor y dificultad, pero también belleza que nos cura un poco.
Pareciera que fue muy buena la experiencia de trabajo en Chamaco. Tanto es así que Carlos Celdrán llevó a escena otro texto de Abel González Melo. ¿Cuán diferente fue este proceso del anterior?
En la primavera de 2009 leí en Cuba mi obra Talco, tras una primera lectura de la misma en la Universidad de Miami. Le pedí a Celdrán hacer la reunión en su casa, entre amigos. Previamente le había mandado el primer acto de la obra y a él le había parecido más bien un cuento. Pero soy muy empecinado y no me cansé de escarbar en el mundo de Máshenka, el Ruso, Zuleidy y el Cherna hasta que este pudiera cuajar en una estructura teatral. Transcurrido un primer acto en el que, según pensábamos Carlos y yo, se hallaba todo, me lancé a inventarme el pasado de estos seres, a intuir cómo se conocieron y cómo pudieron interconectarse un año atrás. Volví a sus biografías, uní, taché, apreté el corsé del drama lo más que pude y me permití dejar la historia en el pasado, sin un regreso al presente tras el segundo acto retrospectivo. Le llevé a Carlos esa segunda versión pero él aún no estaba satisfecho.
Talco, 2010
Celdrán va dándote pistas, nunca te impone nada, te abre puertas para que las cierres poco a poco. Es el director ideal para un dramaturgo como yo, que me fanatizo con remover mi obra y no la doy, hasta su publicación, como hecho terminado. En largas sesiones habaneras tanto en su casa, como en la mía, entre unos deliciosos batidos de chocolate y trigo que mami nos preparaba, Talco iba siendo despojada de lo inservible y se sometía al más concienzudo escrutinio. Volvimos a los orígenes, a los cimientos de los personajes, a intuir un desenlace que le diera a la obra una dimensión por encima del final planteado.
Coincidió nuevamente Celdrán en el jurado cubano que proponía a un jurado germano las obras a evaluar para el Primer Premio Cubano-Alemán de Piezas Teatrales 2009. Talco obtuvo el galardón y fue producida, entonces, por Argos Teatro con el apoyo del Instituto Goethe (gracias a lo cual, además, estudié durante la primavera de 2010 en el Teatro Máximo Gorki de Berlín, con Armin Petras, quien había premiado y valorado mucho mi obra).
Estuve en la primera semana del proceso de ensayos (junio de 2010) en Argos y allí disfruté enormemente del análisis secuencial de Carlos, los comentarios de un elenco brillante de cuatro fieras escénicas que después interpretarían la obra en estado de gracia: Yuliet Cruz, Waldo Franco, José Luis Hidalgo y Alexander Díaz. Carlos insistía, y los actores también, en que la acción dramática de Talco debía volver al presente. A nadie le parecía efectivo que la historia se quedase abierta en el pasado.
El estreno mundial de Talco en el Teatro Abanico de Miami en abril de 2010, bajo la dirección de Alberto Sarraín, había traído un sinfín de críticas de carácter técnico con respecto al final. Hice caso a Celdrán y escribí dos nuevas escenas. La segunda no la utilizamos: era una fantasía utópica ubicada en el futuro, no nos funcionaba. La primera sí: es la que cierra tanto la puesta de Argos, como la edición definitiva del texto, es decir, la escena 11, donde la acción regresa al presente y concluye el arco dramático. Construir ese final fue un ejercicio que implicó muchas horas de insomnio. Lo leí ante los actores, junto a Celdrán, y funcionó. Me sentí feliz. Volví a La Habana la semana previa al estreno, en septiembre de 2010, y dos días antes del mismo Celdrán me pidió un par de ajustes textuales para la escena 11 que ayudarían a perfilar el final del espectáculo. Los hice a toda prisa y así fijé definitivamente el texto, que ha publicado Alarcos en 2011.
Si Chamaco fue la apertura, el descubrimiento de un espacio oculto para el teatro, el entrecruzamiento de los personajes que van a cumplir su hado trágico, Talco fue la compresión al máximo de mi mundo triste, la dignidad contra un muro que habla de tantas cosas, la síntesis de mi pesar magistralmente edificada por Celdrán en el espacio escénico que propuso, de nuevo, junto con Alain, Vladi, Manolo y la música de Denis Peralta. Y Yuliet, Waldo, José Luis y Alexander, con esa cosa inexplicable que lo inunda a uno y que solo consiguen las grandes actuaciones.
Talco ha tenido el consenso de la crítica y todos los premios posibles. Pero mi mayor premio fue que Carlos Celdrán la montara.
Talco, 2010
¿Cuánto han influido en tu visión del teatro ambos montajes?
Cuando pienso en Chamaco y en Talco ya no son los textos independientes: son las puestas de Argos. Otros directores me han montado con cariño y buenos resultados. Pero en mi propia tierra tengo la dicha de que Carlos me ha entendido y la gente me ha entendido a través de su teatro. Esos montajes me dan la fuerza y la confianza para seguirme inventando mundos difíciles.
¿Será posible otra colaboración entre Abel González Melo y Argos Teatro?
Tengo que sentarme a escribir para enamorar otra vez a Carlos Celdrán.
ENTREVISTA CON CARLOS CELDRÁN
El teatro como verdad
Marianela González y Abel Sánchez • La Habana
Fotos: Cortesía de Argos Teatro, Félix Antequera y Maribel Amador
Cuando hace poco más de diez años, desde las páginas de La Gaceta de Cuba, se presentaba a Carlos Celdrán como “el director teatral del siglo” que se abría, el pacto de Argos Teatro con el gran público apenas había sido esbozado. Entonces ya era un entrevistado pródigo, un descreído de los grupos (creaciones, estados de cosas) eternos o perfectos. Lo sigue siendo. Ahora, quizá, con más convencimiento: foro cívico, verdad y gesto son palabras que olfatea, mastica y convoca una y otra vez al paladar. El sueño teatral que concibiera hace ya 15 años es hoy, también, la concreción de su propio sueño de país. Y desde él, cada semana lanza al lunetario exorcismos que el público toma y amasa, como al cuerpo mismo de la nación. Ese es el pacto.
En este aniversario 15, si fueras a poner sobre la escena Argos Teatro, ¿con qué biografía trabajarías?
La biografía de nosotros ha sido siempre estar atentos a las contradicciones que nos vienen de la realidad que vivimos en Cuba todos los días, como actores y como teatristas, como parte de todo un país. Atentos a esas contradicciones vamos eligiendo historias. Creo que la biografía más importante de Argos Teatro ha sido esa conexión con los problemas fuertes de la realidad de hoy, que es lo que nos ha dado la vitalidad como grupo. Ese ha sido el elemento más importante y vertebra todo el trabajo de 15 años: la conexión siempre atenta a los problemas más sumergidos de la sociedad cubana.
Aire frío, 2012
Sin embargo, lo has hecho a través de autores que en su mayoría no son cubanos.
Paradójicamente, siempre he tenido que ir a muchas fuentes para lograr ese acercamiento. No tengo ningún prejuicio en elegir una u otra fuente dramatúrgica, puede ser cubana o no. Los cubanos somos nosotros, los problemas los tenemos nosotros; por tanto, no me interesa de dónde venga la historia, no tengo un prejuicio con eso. Esa historia va a ser procesada por nosotros, va a ser filtrada por nuestros problemas y vamos a encontrar el comportamiento que la habite y la haga cubana a su vez. Eso es lo importante: encontrar cualquier dramaturgia que nos permita, a través de ella, llegar a la esencia de nosotros mismos. Siempre necesito para esto tejidos dramatúrgicos sólidos, fuertes, que a veces no he encontrado en la dramaturgia cubana y he tenido que recurrir a clásicos o a la dramaturgia contemporánea extrajera, para que me creen una estructura a la que pueda inyectarle los problemas de los que necesito hablar de un modo profundo, complejo, intenso, dramatúrgicamente. De ahí la recurrencia a esas estructuras y fuentes, como un pretexto, una vía para llegar a la esencia del problema, para reflexionar sobre el presente.
¿Para ti, eso es lo que convertiría a un texto en clásico?
Exactamente: la posibilidad de ser versionado y apropiado para hablar de nosotros mismos, los que vivimos aquí ahora mismo.
Entonces, ¿un texto como Chamaco podría ser clásico?
Eso es otra cosa. Me refiero a las dramaturgias clásicas, propiamente, aquellas que tienen 60 o 70 años y de las que uno podría decir: ¿Qué tiene que ver esta obra con el presente de Cuba? Pues sí, tiene que ver, porque en la historia hay una serie de contradicciones hilvanadas dramatúrgicamente que puedes procesar para que empiecen a hablar de un modo dinámico y complejo al público de hoy, y retroalimentar al presente con una visión que venga desde el tiempo. Una especie de parábola.
Lo que ocurre con la dramaturgia actual es distinto, va directo. Las obras de Abel González Melo o hasta un texto de Virgilio Piñera —que es cubano y lo tenemos todavía cerca, porque solo han pasado 40 o 50 años de su estreno— entran directo en el presente. Cuando trabajas con un texto contemporáneo hablas con las palabras de hoy, con los problemas de hoy, la estrategia es distinta. Aunque esencialmente es lo mismo: también debes elegirla con una intención, no por el gusto de hacer la obra, porque sea buena en sí misma o por sus valores literarios; eso me gusta, pero es una cuestión personal y yo trabajo siempre con una preocupación social, convoco a un público para que venga a entender y a reflexionar conmigo, siempre tengo esa preocupación y elijo un texto por eso.
Chamaco, 2006
Aunque prefieres las obras clásicas, uno aprecia un intento por no dejar de lado los textos contemporáneos, ¿es intencional?
Cuando me enfrento a ellos, trato de trabajar siempre desde el presente; trato al clásico y a la obra contemporánea con la misma idea de dialogar con el presente. La diferencia está en que al trabajar con un clásico me tengo que esforzar más, hay que hacer un trabajo más arduo para encontrar los comportamientos de los actores desde hoy. Por ejemplo, si haces Electra, no puedes emplear parámetros de conducta de una Electra clásica, porque ese contexto no lo tienes detrás, debes buscar nuevas referencias, otro modo de moverse, de actuar, de manejar sus sentimientos, sus manos, cómo debe ser físicamente, cómo se va a caracterizar… Ese parámetro de algún modo hay que encontrarlo en nuestra realidad, desde adentro y desde fuera del actor, desde su mundo interior, su biografía personal, y también del comportamiento físico. Eso con el texto clásico te obliga a un proceso de ensayo muy complejo, muy intenso, para lograr llegar al presente de un modo sintético.
Pero con un texto contemporáneo es relativamente más sencillo, porque el referente es directo, son personajes que están ahora mismo en el escenario social cubano y los puedes trasladar inmediatamente, el actor tiene de donde referenciarlo, de donde tomar y aferrarse, molde y paradigma. Sin embargo, me enfrento al clásico como una obra contemporánea, me enfrento a Ibsen como si estuviera trabajando con un texto de un autor cubano, siempre termino haciendo lo mismo, presentándolo como una obra de hoy, recién escrita.
Recuerdo que cuando hice La señorita Julia, de Strindberg, hace muchos años, la gente empezó a decirme: “¿Qué haces montando La señorita Julia ahora? ¿Tú que siempre estás hablando de preocupaciones actuales… un texto de Strindberg, qué tiene que ver eso contigo?” En ese entonces yo era un director mucho más experimental en un sentido poético, escénico, trabajaba menos con el texto, con su densidad, y sorprendió mucho esa decisión; pero recuerdo que al final salí muy satisfecho de esa experiencia, porque muchos espectadores me decían: “Parece una obra recién escrita, si no supiera que es Strindberg pensaría que es un guión que se ha escrito para ustedes”. Eso es un éxito, hacer olvidar el tiempo transcurrido, hacer olvidar al autor y a su universo para que vuelva la obra a cargarse de nuevo sentido. Ese es el objetivo. Me enfrento siempre a los textos con esa voluntad y esa vocación, no pienso que voy a hacer un clásico ahora y un contemporáneo después, siempre estoy pensando qué voy a decir a través de ellos, de qué voy a hablar, qué tiene esa historia que me parece interesante ahora mismo. En La señorita Julia eran las relaciones muy complicadas que había entre el poder y los personajes, esas contradicciones me parecieron muy interesantes y las saqué porque sentí que estaban en algunos de los niveles de la realidad que vivimos.
La Señorita Julia, 2001
En el texto que escribiste por los 15 años decías que uno de los propósitos era definir lo que “para nosotros el teatro debía plantearse con urgencia redoblada hoy en Cuba: el escenario de la civilidad”. Te refieres a eso como un “sueño teatral”; pero uno puede darse cuenta de que no es solo teatral... ¿En qué cree Argos Teatro como posibilidad, aun para el teatro?
Creo que el teatro tiene que ocupar en Cuba un lugar central en la sociedad, no puede ser un fenómeno marginal de élites. Está bien que existan zonas de teatro experimental, que investiguen como laboratorios y ahonden en ciertas poéticas, pues eso lo retroalimenta; pero debe ocupar un lugar central, como un foro cívico, un foro donde se presenten y se debatan conflictos acuciantes de la sociedad, comportamientos, valores, éticas, discursos que dialoguen con nuestros problemas más centrales. Dramaturgos, directores y actores tienen que proponerse ese sueño, que el teatro vuelva a ocupar ese rol, porque mientras no vuelva a estar ahí, siempre será un hecho muy marginal en nuestra cultura. La música o el baile serán centrales, el teatro no. El teatro es fundamental para pensar la sociedad, porque el libro es un hecho en solitario, mientras el teatro es una catarsis colectiva y requiere que tenga esa centralidad.
Por los muchos problemas que tenemos, siempre he tratado de hacer un teatro que busque textos e historias; que prepare actores para ocupar ese sitio, discutir problemas centrales, medulares, que puedan ser leídos por todo tipo de espectador sin que por ello pierda complejidad. Un teatro que involucre a una persona sin cultura u otra muy entrenada o un intelectual o un estudiante, que todos participen del acto, de la historia. Un teatro capaz de llegar desde su universo al problema que se está discutiendo: al problema ético, moral, ideológico, político, cívico, al nivel que se discuta.
El teatro en Cuba, por la precariedad en que vivimos y lo difícil que resulta hacerlo, tiene que proponerse ese impacto porque si no es totalmente gratuito. Mientras en ciudades como Londres, París o Berlín, que tienen grandes teatros y una tradición enorme, sí puede que haya muchos teatros, varios discursos poéticos y otros muchos lujos, aquí tenemos que concentrarnos en que sea un acto contundente. De lo contrario se diluye, no cumple ninguna función movilizadora, estimulante, intensa. Ese siempre ha sido nuestro sueño.
Entonces, ¿podríamos decir que en tu teatro, la ética condiciona la estética de la escena?
Es una pregunta compleja. Nosotros buscamos una poética que transparente y refleje los problemas que estamos discutiendo y que sea un discurso que sin perder complejidad sea entendido, logre llegar, movilizar desde el entretenimiento. Esa es la poética. Quizá la finalidad de lograr un teatro cívico, de lograr un teatro central visible para todos, un teatro tipo foro, ágora, donde se pueda convocar a la sociedad o a un grupo social amplio, a discutir problemas o a meditar sobre problemas, eso sí lleve un tipo de poética, un tipo de recursos.
Quizá yo no me abro a otros recursos que pudiera investigar y voy siempre por un discurso más transparente, más diáfano, más directo, que no pierde complejidad, porque la complejidad está dentro, en la forma en que se maneja el montaje de las contradicciones. Pero sí hay una ética de los recursos, si tuviera que definirlo. Me interesa comunicar, llegar, movilizar y obtener una reacción precisa en el espectador, una reacción intencionada.
Vida y Muerte de Pier Paolo Pasolini, 2004
Cuando en plena tarde de domingo un espectador llega a la sede de Ayestarán después de una combinación de transporte casi surrealista, lo hace porque acepta de antemano una especie de pacto: estar ahí es un ejercicio de exorcismo que parte justamente de asumir los exorcismos que despide la escena de Argos Teatro, a los que tantas veces te has referido.
Es lo que intentamos siempre, que el público que nos vaya buscando sepa que va a encontrar un universo de problemas, que va a buscarse un problema cuando entre allí. El público sabe que entra en un universo que, sin dejar de entretenerlo, va a provocarle algo; de lo contrario, me parece un acto totalmente gratuito, excesivo. Con eso tengo una especie de rigor: el teatro debe sacudir a la gente.
Cuando saliste del Grupo Buendía para crear tu propio espacio, ¿fue porque percibiste una carencia de cierto tipo de teatro en Cuba o porque era este el teatro que querías hacer?
Estuve diez años trabajando en el Buendía y colmó muchísimo todas mis expectativas. Fue mi laboratorio. Allí aprendí realmente lo que es el hecho escénico, a dirigir y a conocer el teatro por dentro, el teatro artesanal, el que uno arma con las herramientas propias de la escena; pero es un teatro que está más volcado a los lenguajes escénicos, a la investigación sobre la imagen, sobre el mundo visual, una investigación muy particular que Flora Lauten había desarrollado. El Buendía me permitió viajar por el mundo con los espectáculos que hacía y empecé a ver mucho teatro. Comencé a descubrir que había una parte mía, la del lector, que me hacía necesitar la presencia de la palabra como discurso en el escenario, como transmisora de verdad. La imagen es muy bella y muy necesaria; pero para mí no era suficiente, pues resultaba un poco solipsista, se quedaba en sí misma. Yo, como espectador cubano, necesitaba que me definieran con palabras lo que soy, lo que me falta y a lo que debo aspirar. Lo mismo ocurre cuando leo literatura: esa pasión por los textos me hizo sentir que debía volver al equilibrio entre la imagen y la palabra, entre la verdad de la imagen y la que porta en sí misma la palabra. Por eso traté de volver a la textura de las obras de grandes escritores.
Aunque esto no vino de golpe, lentamente comencé a ver espectáculos fuera y me di cuenta de que ese era el camino que yo quería. Vi a Peter Brook en París, un espectáculo maravilloso suyo, y noté cómo equilibraba todo: era un gran director experimental; sin embargo, se despojaba de todos los artificios para que la historia estuviera presente y fuera la verdadera imagen lo que te quede del espectáculo. Para lograrlo había una visualidad hermosísima, pero no era lo importante, y eso me impactó. Ese espectáculo en particular me abrió una dimensión y pensé: quiero hacer eso para Cuba, lograr un teatro donde la historia sea tan precisa que se convierta en la imagen total. No quería desarrollar un lenguaje muy hermoso porque sentía que eso me sobraba, me asfixiaba. De ahí mi paulatina transición, que fue lenta y difícil, porque tuve que reaprender y buscar técnicas que ya otras personas habían desarrollado, volverlas a retomar para mí y lograr entenderlas para poder hacer lo que yo quería: el despojamiento del actor; lograr algo raigal, preciso, exacto en su comportamiento escénico, que pudiera encarnar los textos, que lograra pasar los textos no por la representación, sino por su propia biografía y decirlo con la verdad que esa biografía le puede dar al papel. Es decir, quebrar el límite entre representación y autenticidad, algo que es muy difícil cuando trabajas con un texto que no es tuyo, y empiezas a actuarlo. Ese es el demonio del teatro. Entonces tratamos de eliminar teatralidad, representación, mentiras, e ir buscando algo que fuera más cercano a la persona que está encarnando ese papel.
Es el proceso más difícil del ensayo, porque parte de una investigación que se hace desde el actor hacia el papel, desde su realidad y la realidad colectiva del grupo para llevarla a la obra, para que el texto sea habitado y no se quede en una simple representación bien hecha, profesional, convencional, sino que haya algo más, un expediente de la realidad que lo atraviese. Hay quien me dice que hago un teatro realista convencional, y hasta cierto punto es así, pero también es un teatro de investigación, si bien no como en otros grupos que están investigando todo el día en un tipo de entrenamiento muy físico o vocal. Nuestro entrenamiento es de análisis. Pasamos horas, no solamente verbalizando, sino improvisando, analizando, racionalizando para abrir puertas a lo desconocido de cada comportamiento del papel, de cada movimiento está estudiado su porqué: qué devela, para qué es. Lo analizamos no solo desde la obra misma, sino desde nuestra realidad, desde el equivalente que eso pudiera tener hoy. Todo ese análisis colectivo, que lleva horas de meditación, es una gran investigación, porque se trata de una afinación colectiva que hay que tener como equipo sobre un material.
Para eso tienes actores como Pancho García, quien justo cuando se le confería el Premio Nacional de Teatro 2012, decía que para no anquilosarse había decidido llamar a tu puerta. También, actores jóvenes muy talentosos. Cuando uno ve el resultado, es un engranaje total.
A veces se logra más y otras menos, es difícil. Me han dicho que los niveles actorales a veces están parejos y otras no. A mí me encanta que todo el mundo esté al mismo nivel, pero lo más importante no es ese resultado estético, sino que todos los actores defiendan el espectáculo, que hayan entendido el porqué de la historia y dónde la estamos desembarcando, a qué territorio del público estamos llevándola. A veces hay un actor que no está todo lo bien que debería según los estándares teatrales, pero sé que entiende por qué lo puse ahí y el espectáculo funciona. Quizá ahora en Aire frío hay un equilibrio, pero no todos los espectáculos lo han tenido. Lo importante es que todos estén en el mismo camino, que haya una puesta en escena que tenga un porqué y un contexto que lo justifique.
Aire Frío, 2012
Argos Teatro, como grupo, tiene una estructura bastante dinámica, ¿por qué ocurre esto?
Por eso mismo que decía: no se basa en una investigación sistemática sobre un entrenamiento progresivo físico-vocal determinado. Otros grupos se cierran e investigan mucho sobre ello, y si esos actores no están, el grupo deja de existir. Nosotros somos un equipo y siempre hay gente que se mantiene de un espectáculo a otro, pero también hay algunos que entran y salen. Creo mucho en esa libertad, porque para mí es muy importante el clima de análisis, de discusión, de meditación que se genera alrededor de una historia, entre las personas que quieren discutir. Creo más en el análisis de esa historia que en el entrenamiento teatral propiamente. Me interesa más trabajar con personas inquietas, a quienes les vea potencialmente la posibilidad de entender el papel, que trabajar diez años con una persona para desarrollar un gran virtuosismo. Es más un diálogo, así funciona el grupo, empezamos a discutir la historia, los actores se van afinando con ella y vamos construyendo las biografías de los personajes; todos le van aportando elementos y se crean guiones dentro del guión, para crear el espacio, el diseño, etc. Es un clima de discusión y análisis, donde debe haber libertad, confianza, intensidad y rapidez. Me aburren los procesos demasiado largos: el público está en la puerta, los problemas están pasando por la calle y hay que salir al aire.
Antes, en otros grupos que estuve, me pasaba dos años investigando, y eso me cansó, pues cuando ocurre quiere decir que solo interesa la forma. Entonces trato de buscar un equilibrio entre la forma y lo que se está diciendo, a veces no es perfecto pero está vivo, es urgente y necesario. A veces logras que quede perfecto, que es lo ideal; pero lo importante es que sea intenso, rápido, dinámico, sincero, abierto, donde todos puedan decir lo que piensan, lo que sienten, en esa especie de caldera de discusión. Del clima de ese diálogo nacerá la fuerza del espectáculo. Si yo censuro, si yo no quiero escucharte, si no me interesa que toques este tema, si no se analizan a fondo los problemas que están detrás de las palabras y de los comportamientos, entonces el espectáculo estará mermado. Quizá después no se digan todas esas cosas y yo balancee el contenido en función del espectáculo, pero el análisis debe ir a fondo. Esa es la clave del principio de dirección de nosotros. Se trata de tener mucha confianza dentro del grupo, es un espacio donde cada cual puede ejercer la civilidad, porque ahí eres un ciudadano que está ejerciendo su derecho a pensar sobre esa historia y eso es una investigación, una experimentación social y teatral. Dejo que avance adonde tenga que llegar, para luego convertirlo en un hecho escénico. Por eso los actores se sienten muy comprometidos a la hora de defender un papel, porque saben de qué están hablando.
Cuando un grupo llega a una edad como esta, consolidado; cuando el público lo busca porque conoce la calidad, y cuando la crítica casi siempre es favorable. ¿Cómo sabe que va por el camino correcto?
Eso es así en apariencia: a veces me dicen atrocidades.
[Ríe]
Presentamos una propuesta muy despojada de artificios, sacrificamos conceptos de belleza y visualidad en aras de la síntesis. Y eso tiene un precio: cualquier cosa que quede mal es muy visible. Además, pones al público en la posición de entender y ser inteligente frente a eso, porque no le das la posibilidad de enajenarse. Entonces puede discernir muy rápidamente qué zona del espectáculo es más débil que la otra. Si todo está dentro de una estructura determinada que puede dar una ilusión de belleza o sublimidad, el público no puede discernir; pero cuando todo lo pones a niveles de realidad o síntesis, muy despojadas de otros elementos, ellos saben cuáles son las zonas débiles.
Cuando las funciones terminan, los espectadores son implacables, no solo los amigos. La crítica sí nos respeta porque hay una propuesta inteligente y rigurosa. Pero la gente siempre critica mucho, porque creen que como soy tan sincero al decir lo que digo, ellos tienen el derecho de hacer lo mismo. A veces preferiría que me mintieran, porque no me perdonan nada. A pesar del éxito aparente que ha tenido Aire frío, se me han acercado personas muy emocionadas, que también me han señalado detalles. Yo no padezco de la enajenación porque a nosotros todo nos lo dicen. Hay un feedback muy rápido, muy directo, que a mí me encanta. Pero es difícil, lo tengo todo el tiempo y no me hago ilusiones pues siempre tengo la verdad delante. Conozco las zonas en que lo hemos logrado y también, las que no.
A veces es una preocupación del público la sala tan pequeña de Argos Teatro. ¿Sientes que tus necesidades de creación requieren una sala más grande?
Nosotros trabajamos en esa sala hace solamente unos años, antes trabajábamos en el Noveno Piso, que es una sala enorme. Allí tenía el público muy cerca y el escenario era muy grande, lo que permitía otra composición del espectáculo, que para mí como director era mucho más liberadora, podía expandir las composiciones y los movimientos, creaba profundidades, diagonales. Era mucho más placentero trabajar en esa escala y, como espacio, tenía la virtud de que el público estaba arriba: en un escenario grande siempre tienes la platea lejos, pero aquel reunía las dos cosas, era perfecto. Luego fue cerrado y tuve que ir a esta sala. Cuando llegué sentí el shock de tener que trabajar en una escala muy pequeñita, pero fui encontrando cómo trabajar ahí y lo que hice fue reducir más el espacio. Es decir, empecé a comprimir los escenarios. Al hacerlo los potencio y les doy más fuerza. Ya sucedió en Talco, y en Aire frío pasa lo mismo: al comprimir aún más el proscenio, por algún efecto, se dilata; no lo puedo explicar, el espacio del teatro es muy misterioso. Ahora, si lo pongo en el espacio real, se me convierte en un teatro de escuelita, de aficionados, en una especie de teatro de cámara que no me gusta. Prefiero el concepto del foro, que se puede ver en Aire frío, es como una plaza pública. El teatro de cámara, que es como una especie de teatro de elite, un conciliábulo al que van los iniciados, está bien para la juventud, pero ya yo lo hice. Las paredes y los muros nacieron allí. Me encantaría otra sala; pero ya que tengo esa, la estoy explotando y me ha dado otra visualidad. Me ha generado un universo nuevo de problemas visuales que me tiene encantado, aunque me gustaría volver en algún momento a una escala mayor.
Talco, 2010
A diferencia de otras artes, como el cine o la literatura, el teatro es mucho más efímero. Cuando pase el tiempo, ¿qué crees que quedará de tu trabajo?
Pienso que nada. Y no me preocupa. A veces me angustia un poco, sobre todo cuando al pasar cinco años veo que los jóvenes y los espectadores nuevos que llegan al teatro no saben nada de lo que he hecho. Eso me confunde, no solo por un problema de ego, sino porque no van a entender bien lo que estoy haciendo si no han visto lo anterior. Pero mi única preocupación es con la acción: yo vivo en el presente y hago una acción que me sirve como un gesto que me justifica. Me he convencido tanto de eso que creo que lo que queda después es polvo, porque si sumas los siglos, ¿qué queda? No puedo pensar en eso, trabajo todos los días y hago una acción que me justifica, que me lleva a entenderme y que disfruto. Todo otro gesto es tonto. Incluso el del cine, que pretendidamente es tan eterno: de las películas de hace 40 años, lo que se ve es una síntesis, porque si no son clásicos nadie se sienta a verlas. Mientras más información se acumule con el paso del tiempo, menos oportunidad tendrás de ver lo que se ha hecho. Me parece que el teatro es una metáfora de la vida: escríbelo con intensidad, porque se va a olvidar.
La gente que hace teatro está muy obsesionada con el espectáculo presente, con lo que está haciendo ahora mismo, vive esa obsesión de que todas las noches le quede bien y triunfar cada noche. Eso es una dinámica que te consume, cuando terminas una obra pasas a otra, y la trascendencia no juega ahí.
No sé si debería ser cuidadoso con un legado, si debería escribir más, no sé si tenga esa capacidad, porque me considero un director, no un teórico. Soy un director que cumple con lo que tiene que hacer y eso lo tengo claro a esta edad. Quizá cuando tenía 30 pensaba otras cosas de mí, pero ahora tengo claro lo que soy, así que me voy quitando mitos. Hago lo que siento y si se olvida, pues que se olvide. Creo que lo estoy haciendo bien.
La dramaturgia en Argos Teatro
Vivian Martínez Tabares • La Habana
Fotos: Cortesía de Argos Teatro
La poética configurada por Carlos Celdrán y Argos Teatro a lo largo de 15 años de trabajo continuo para la escena, se apoya en el realismo —sicológico y, a la vez, como instancia ficcional de diálogo activo con los problemas de la realidad— con la lucidez, la amplitud y la perspectiva que le incorporan otras tendencias, todo lo cual sintetiza y somete a crítica —o lo que es lo mismo, se apropia de la tradición interpretativa stanislavskiana llegada a la escena cubana por la vía del Actor’Studio y revisitada a la luz de Brecht, Grotowski, Brook, Barba y de sus respectivas lecturas entre nosotros por maestros como Vicente Revuelta y Flora Lauten, para forcejear con cada uno de ellos, revisarlos y encontrar su justo lugar. En su discurso escénico la palabra ocupa un espacio cardinal; lo que se dice, el significante con su alcance conceptual y su potencialidad de acción, conforman el eje que sustenta cualquier composición en el espacio, secuencia de movimiento y calidades del gesto, que devendrán imagen como consecuencia de aquellos, sintética y elocuente en su significado. Por eso la dramaturgia es un pilar indiscutible en cada una de las puestas en escena que trazan una trayectoria sostenida en el dinamismo de estrenos y reposiciones y de evidente crecimiento artístico.
Roberto Zucco, 2003
Nunca vi La tríada, experiencia fundacional a partir de Esquilo y Sartre, pero desde Baal y El alma buena de Se Chuán, de Brecht; Roberto Zucco, de Bernard Marie Koltés, a Aire frío, de Virgilio Piñera, y a través de las aproximaciones a La vida es sueño, de Calderón; La señorita Julia, de Strindberg; Vida y muerte de Pier Paolo Pasolini, de Michel Azama; Stockman, un enemigo del pueblo, de Ibsen, o a Final de partida, de Samuel Beckett, se hace evidente en los montajes de Argos Teatro el interés por dialogar con textos complejos, que remueven certidumbres y proponen una escritura poco convencional, en términos de no conformarse con contar bien una historia y establecer claramente sus conflictos y, en consecuencia, con deslumbrarnos con impactantes composiciones visuales. Carlos quiere llegar más allá, hurgar en procedimientos que enfrentan la noción del drama desde nuevas perspectivas, sumergidos en causas humanas y sociales, culturales del aquí y el ahora y de lo universal heredado, y en expresiones oblicuas, que apuntan a una postura radical al recrear el mundo de sus personajes y este, nuestro complejo mundo, en el cual nociones como la verdad y la mentira, o el bien y el mal se separan muchas veces por fronteras difusas, en las cuales son determinantes circunstancias históricas y contextos.
Laborioso y paciente en vencer etapas, un paso tras otro al encuentro de su sitio exacto en una saga de negaciones y asimilaciones, a Carlos nunca le ha interesado el experimento per se. Ajeno a modas o a posiciones vacuas de falso vanguardismo, ha preferido dar pasos certeros al trabajar con material dramático —primero clásico y cada vez más contemporáneo— que le permita emprender una búsqueda hacia objetivos precisos ligados con una manera de crear lo verosímil que sintetice la propia vida; desarrollar a sus actores —en su mayoría jóvenes con relativamente poca experiencia profesional pero también de vida—, inducirles a un aprendizaje honesto, cultural y profesional, enseñarles a encontrar el rostro tras las posibles máscaras con que la vida y el teatro los tientan a cada paso, para configurar un lenguaje que vertebre la palabra y la imagen como componentes inseparables de un discurso orgánico y preciso, y que equilibre la técnica y la ética como capacidades e instrumentos de permanente indagación de la realidad y de la expresividad humana, sin adornos ni construcciones efectistas.
Hacer dramaturgia hoy en día es crear mundos alternativos a la realidad a partir de una manera de organizar las acciones en un contexto. Y si vamos a hablar de la dramaturgia en Argos Teatro hemos de referirnos entonces no solo a los referentes textuales que han sido el punto de arrancada o la motivación de una búsqueda en cada uno de sus montajes sino, sobre todo, al modo raigal, actualísimo y cubano de leer a Brecht, Strindberg o Piñera.
Lecturas desprejuiciadas y productivas, sin filiación estética ortodoxa —crisoles de fuentes y herencias— pero de claro compromiso ideológico con su entorno vital. Así fue la actualización profunda del forcejeo medular entre Shenté y Shuitá, lanzados de golpe a la Cuba de los 90, entre precariedades y sobrevivencias, en medio de pacas de tabaco —una de nuestras comunes fuentes de placer sensorial y uno de nuestros más valiosos productos exportables— rubricadas de modo inconfundible para el aquí y ahora, al compás de festinados anuncios y quimeras inalcanzables lanzados al éter por la emisora turística de Cuba.
Stockman, un enemigo del pueblo, 2006
Dramaturgia de un teatro total que rescata, revisa, refuncionaliza y construye una referencialidad nueva, que sale del cuerpo y de la mente de los actores para establecer una conexión inmediata, fluida, de ida y vuelta con sus espectadores, cómplices, coautores, coactores. Así, Stockman, un enemigo del pueblo, pone a prueba nuestro compromiso individual y colectivo con la verdad, examina el valor moral último de tácticas y estrategias, sopesa los riesgos que comportan deberes y derechos, amplifica en una pantalla el foco al que apunta la trama viva y la capacidad expresiva del actor, sometida al máximo nivel de riesgo técnico desde la recepción de su público y por medio de la introducción de un orgánico contrapunto con los medios tecnológicos y el audiovisual.
Y aunque la asunción de textos escritos por autores cubanos fue un paso un tanto tardío que llevó a un proceso paulatino, vino a complementar con otros ingredientes lo que ya era una manera rotunda de mirarnos por dentro. Al poner en escena Reino dividido, de Amado del Pino, nos acercaría, con la representación de personajes con base real y pasajes apoyados en la historia, a una sobria reflexión existencial y ética sobre el papel del intelectual y en particular del poeta frente a la realidad de su tiempo. Discusión eterna sobre la que se vuelve desde un elocuente vuelo metafórico. La poesía de Miguel Hernández, Pablo de la Torriente Brau, Federico García Lorca, Pablo Neruda o Vicente Aleixandre y la poesía recreada en la composición de diálogos y acotaciones se transmutan en poesía de la escena, tangible gracias a una dramaturgia que sabe modular con la acción, los movimientos en el espacio y el gesto los posibles desbordes de emoción o el riesgo verbal. Con Chamaco y mejor aún con Talco representa y presenta lo más sórdido de una Habana en las sombras de la noche, el vicio y el profundo desaliento, reino de Tanatos que se escribe sobre los cuerpos impuros desde la frontalidad inmediata —que recuerda y retoma el muro que llegará a estallar en Zucco— y el naturalismo soez, para acentuar la crudeza con que sus seres pierden humanidad y hasta la vida.
Roberto Zucco, 2003
Como la travesía de un artista no se hace solo de fragmentos sino que también se sostiene de una coherencia interna que a veces se torna visible, similar frontalidad, para que miremos cara a cara las angustias y anhelos de sus personajes, como en un espejo, preside la dramaturgia espectacular de Aire frío, síntesis de una saga de 18 años de vida de una familia que al despojarse de referentes epocales concretos se vuelve elipsis amplificada, introspección de destinos y azares que hiperboliza el alcance de personajes, hechos y situaciones más allá de Virgilio Piñera y los Romaguera.
La de Argos Teatro ha sido y es una dramaturgia de la escena que elude la teatralidad simplemente hermosa y apuesta por una belleza que cale el alma de los seres humanos de uno y otro lado de la cuarta pared, foro cívico, responsable y sobrio, que conecta la historia con la vida y examina sus paradojas. Dramaturgia que se arma desde lo artesanal y lo pasional, de lo precario y lo utópico, fiel puntal que marca el intenso humanismo de un colectivo de artistas que vibra y vuela con su presente, nuestro presente.
ARGOS TEATRO:
Una galería de rostro humano
Norge Espinosa • La Habana
Fotos: Félix Antequera y cortesía de Argos Teatro
Para todo el equipo de Argos Teatro, en su viaje.
Y a la memoria de Ariel Barreto, mi argonauta más querido.
Una y otra vez vuelvo a ese recuerdo, a la pregunta que, tras una función de Roberto Zucco en la sede del Teatro Buendía, me hicieran dos teatrólogos a los que, definitivamente, parecía no haberles gustado la aparición de esta obra de Koltés en el repertorio de ese grupo esencial. Querían saber ellos, según mi criterio, qué aportaba esa obra al ámbito de la escena cubana, y me pareció advertir más recelo que curiosidad en la manera en que indagaban. En aquel momento yo era mucho más joven, y confieso que tal pregunta me sorprendió y me desarmó. Yo acababa de ver un espectáculo en el que Félix Antequera vivía la piel del asesino abrumado por la poesía, y si algo ocurría en mi mente, tenía que ver con la posibilidad de entender que allí, en la iglesia de Loma y 39, Carlos Celdrán estaba apostando por otra manera de tejer su propia fábula. Y creí que me bastaba con eso. Hoy, a la vuelta de los 15 años de Argos Teatro, sé que no era del todo así. Y que la pregunta de aquellos colegas, incluso desde su reticencia, puede serme útil al repasar la galería que esta agrupación ha levantado, poco a poco, sobre una Habana en la que estos y otros personajes no menos incómodos han empezado a fundar otras maneras de ser la vida. Y ser el teatro.
Stockman, un enemigo del pueblo, 2006
Antes de esas imágenes (la iglesia del Buendía había modificado su interior para aquella puesta en escena de mediados de los 90, emplazando las gradas en una posición enteramente opuesta a la tradicional: una forma de decirnos el director que no quería, tal vez, que leyéramos la puesta del modo en que nos hubiera invitado su maestra Flora Lauten), Carlos Celdrán estaba ligado a una Antonia Fernández espléndida en Safo: un unipersonal emanado de los párrafos de Marguerite Yourcenar que nos dejaba oír las entonces casi desconocidas voces de Olga Guillot y Blanca Rosa Gil en tributo a las grandes boleristas de la Historia Sentimental de lo Cubano. Y era también la mano confabulada con Flora para irse a cualquier lugar del mundo cargando el espejo de La cándida Eréndira: uno de los grandes momentos del teatro nacional. Pero en Roberto Zucco ya iba quedando claro que director y dramaturgo tenía necesidad de otras atmósferas. Curiosamente, lejos de salir a la intemperie para buscar ese nuevo aire, hizo lo contrario, hundiéndose en el sótano del viejo templo ortodoxo para invitarnos a conocer ese bajo mundo, rindiendo a Bertolt Brecht el más lúcido homenaje que pudo avistarse en su centenario. No creo equivocarme si digo que a Carlos Celdrán, de alguna manera, hay que entenderlo desde el antes y el después que fue el estreno de Baal. En ese espectáculo pervive la raíz de mucho de lo que hoy ronda y define el perfil de lo que ahora, a la vuelta de casi 20 años, aplaudimos y reconocemos como Argos Teatro.
Baal, 1998
Un buen montaje teatral depende de la delicada e hipersensible relación entre sus elementos. Actuación, visualidad, música, estados de ánimo, luces, deben combinarse para que el artefacto escénico cobre vida ante nosotros y nos diga su verdad diferida. Pero eso puede resolverse desde el mero oficio. Otros espectáculos, generalmente los más vívidos y memorables, a pesar incluso de sus imperfecciones, logran trasponer esa convención para enlazarse con una demanda que el grupo comparte con el público, y de la fusión de esos anhelos y esperanzas salta la chispa que convierte a un acto escénico en verdad impostergable. No demasiadas veces, en la memoria del teatro cubano reciente, ha acontecido algo así, pero el brillo de tal prodigio, cuando nos deslumbra, deja una marca de fuego en todo lo que recordamos, reavivando la fe misma en la vida y el teatro. Desde esa perspectiva es que recuerdo aquel montaje de Baal, que nos hizo agolparnos varias veces en la estrechez de aquel sótano, sabiendo que transpirábamos bajo el sagrado escenario por el cual habían desfilado tantas puestas estremecedoras. Bajo ese techo, escenario o cielo, Baal resucitaba como un Brecht agresivo, de fuerzas en expansión, que anunciaban su resurrección y su muerte en el nervio de una nueva generación. Eso fue Baal: no un homenaje sino un gesto de refundación, que logró que no pocos jóvenes actores (Miguel Abreu, Fanny Rojas, Zulema Clares, Yailene Sierra, Sheila Roche…), sintieran al poeta y dramaturgo alemán desde su costado menos formal. Recuerdo que Carlos Díaz, saliendo de una función de aquella puesta donde los elementos escénicos eran ya mínimos y lo que importaba era la desnudez y vulnerabilidad de los actores, me confesó sentirse muy viejo ante aquel empeño. Esa fue otra cualidad de Baal: hizo que las mentes más sensibles de nuestra escena reaccionaran, cada cual a su modo, ante una provocación tan hermosa e irreverente.
El camino de Argos Teatro fue luego el de una independencia en la que Carlos Celdrán ha ido repasando su álbum personal. Sus maestros, mirando al largo quehacer junto a Flora Lauten como un punto de partida que sus nuevos montajes, incluso desde la formulación más opuesta a lo que el Buendía fue y es, toman como reflejo reactivo. De Flora Lauten el director pasa a los preceptos de quien fuera el maestro de su propia tutora, y la cercanía a los postulados de Vicente Revuelta lo han conducido a eso que él llama la escena transparente: un mosaico compuesto de modo radical por la personalidad de sus actores, y el repliegue humilde de los demás elementos espectaculares en función de subrayar la calidad de esas entregas. La tríada, El alma buena de Se- Chuán, La señorita Julia, La vida es sueño, son parte de una nueva etapa de búsqueda y consolidación que, definitivamente, alcanza su nuevo punto de giro con el estreno de Vida y muerte de Pier Paolo Pasolini, sobre el texto del francés Michel Azama. Otra vez la conjunción delicada y minuciosa de elementos muy diversos convierten al resultado en algo más que buen teatro: un instante de altura que sirvió para demostrar, entre muchas otras cosas, la versatilidad de Pancho García, la ductilidad y madurez rotunda de Alexis Díaz de Villegas, y la inteligencia selectiva de un director que nos dijo que Pasolini era un rostro entre nosotros. Vendrían luego otros espectáculos, que me han gustado más o menos, ante los cuales yo también hago mi selección particular, hasta reconocer en el estadio actual del grupo cómo he ido tras la tropa de argonautas a varias Habanas: la del Buendía mismo, la del Noveno Piso del Teatro Nacional, y de vuelta, una y otra vez, a la vieja logia en la cual vi en tarde memorable Segismundo ex Marqués, de Víctor Varela y Teatro Obstáculo; y a la que retorno hoy para aplaudir su aguda reinvención de esa obra imprescindible que vuelve a ser Aire frío; prueba de fuego en la estación “cubana” del grupo, que incluye a nombres como María Irene Fornés (Fango) y Abel González Melo (Chamaco y Talco), aunque “lo cubano” para este equipo no ha sido nunca cosa de etiquetas, como dejó claro su director en una recordada polémica, antes, incluso, de entrar en esta zona de textos donde la Isla es discutida desde otra intensidad.
Fango, 2008
Por encima de gustos y reconcomios, por encima de pasiones y presiones, he vuelto a Argos Teatro para descubrirme en su galería de rostros humanos. En sus antihéroes, descubriendo en sus mejores entregas a protagonistas que viven y respiran al borde de un “deber ser”, quebrantándolo en una sed de libertades que puede llevarlos a la autodestrucción como única salida de fe. Resueltos en la pureza de sus agonías, pese a todo, Zucco (primero Félix Antequera, luego Caleb Casas), Chen Te (Zulema Clares), Pasolini (Alexis Díaz de Villegas), Karel Darín (Fidel Betancourt) y ahora Luz Marina (Yuliet Cruz), nos dicen desde una transparencia que, cómo no, también puede sentirse en cubano, de qué maneras tan arduas puede alzarse, en la ruina, todo lo que nos sigue identificando con ellos desde la platea. Obcecados, negados a una conducta que pudiera resucitarlos en una dimensión que signifique amansamiento, son seres que el genio de algún autor imaginó para que ahora los sintiéramos tan cerca, en cualquier capital, sin reduccionismo ni estrecheces como las presentidas en aquella interrogante que recordaba al inicio de estos párrafos. Si para algunos directores el teatro es un sitio donde la realidad se dilata en pos de su propia metáfora artizada, o una senda de espinas en la que máscara y piel se entrecruzan a la manera de un comentario tenso sobre lo que somos, Carlos Celdrán ha elegido ese espacio habitable que puede ser su modo de leer el teatro, y de decantar en una vía límpida sus arreglos, a fin de que la historia que cuenta se extienda hasta nosotros como un gesto que nos refleja al tiempo que nos interpela. Que conviva su modo de hacer con estos y otros directores aporta al teatro cubano un orden de convivencias que no agradecemos lo suficiente, no protegemos lo suficiente ni logra aún conducirnos a diálogos más provechosos. Es también algo a lo que nos invitan esos espectáculos: a borrar de la mirada sombras y puntos ciegos que nos impiden abrazarnos más, sentir que el teatro no culmina cuando cesan los aplausos.
En una Cuba que quiere reinventarse, y que ha tenido que abrir la galería de su comunidad in & out para saberse viva ante las demandas del nuevo milenio, Argos Teatro insiste en traer a escena muchos de esos personajes que, en la calle misma, tienen un doble no menos incómodo. Poetas, homosexuales, líderes de contracorriente, renegados, travestis, putas y desencantados: hombres y mujeres que encuentran aliados en la sobrevivencia y proclaman, desde ella, su estremecedora singularidad. A fuerza de combatir con fuerzas superiores, asfixiantes en su línea conservadora, en su incapacidad para asumir la vida como un juego que constantemente se examina y recomienza, esas personas y esos personajes han logrado alcanzar una visibilidad que nos identifica hoy, en una lucha que tiene no poco de teatral, en las tablas y más allá de ellas. En esa sintonía es que procuro siempre volver a Argos Teatro, y a sus antihéroes, y a la fe que mueve a sus espectadores hacia la pequeña sede en la que ya no caben todos los que, cada fin de semana, acuden a ver Aire frío. Tal vez sea esa la mayor alegría en la celebración por sus 15 años, tan diferentes de otras fechas que grupos mucho menos vivos pueden proclamar con dejo indiferente. En la Cuba teatral donde vivo, hay un grupo que se dice integrado por argonautas. Mito y realidad, en esta Isla, juegan en cada representación a conquistar el vellocino de oro, a seguir viaje en la nave Argos. El viaje dura ya una década y media. Que no falte el viento para que esas velas continúen desplegadas.
Todos estos artículos y entrevistas conforman un dossier sobre los 15 años de Argos Teatro que publicó la Jiribilla el 25 de febrero de 2012